Importa la poesía, importa el mundo,
pero el poeta no importa.
J. R
Lo he escuchado tanto. De manera oficial (como la última vez, cuando Víctor Fowler y Roberto Zurbano, sin cortapisas, lo dieron por sentado durante la sesión teórica por el XX aniversario de Ediciones Vigía) o de manera extraoficial (en boca de amigos, ya sea tête a tête o por teléfono, ya sea en los corrillos de las Ferias del Libro o en los intermedios de los encuentro-debates de Talleres literarios). Tanto se ha repetido que ha llegado a hastiarme, sobre todo por la falta de elementos para calzar tamaña afirmación: los poetas de los 90 (o en su defecto los jóvenes poetas cubanos) son epigonales, frívolos, corales.
Antes de proceder a rebatir o asentir por impotencia lo que ya viene siendo un cliché, sería oportuno definir quiénes son los poetas de los 90. Un alto porciento de los acuñadores de tal estigma, pertenece por curriculum a la llamada generación o promoción del 80, y si no formaron parte de dicha avangarde creativa, sí muestran al menos una marcada preferencia hacia la poética que esta estetizara. De la comparación, obviamente desfavorable para los más jóvenes vates de la isla, extraigo sólo malas intenciones, facilismo acomodaticio, resentimiento, evasión o falta de conocimientos para demostrar, mediando los textos —y sólo ellos— la aludida grisura en el corpus poético que los más jóvenes propugnan.
Existe un marcado desacuerdo en el límite cronológico que endilga o no el rótulo, bastante venerado aún, de poeta de los 80. Lo más sencillo sería esgrimir una sentencia monolítica: con la postmodernidad desaparecen los conteos generacionales, dichos cercos se difuminan en la pertinencia del casi todo, en una especie de contaminatio donde no es difícil hallar interactuando a poetas activos de dos o tres generaciones de las letras nacionales. Pero acogerse a dicho criterio no haría sino aumentar la confusión, y yo deseo, ante todo, esclarecer mi mente, desbaratar algunos mitos, reubicarme como ser amante de la poesía verdadera, más allá de figuraciones o reconocimiento.
Pifias cronológicas aparte, si aplicásemos el conteo generacional, hemos de considerar miembros de la promoción de los 80 a aquellos escritores nacidos entre 1955 y 1970. Es bien conocido el efecto atomizador que produce la precocidad o la inspiración tardía en un grupo enmarcado creativamente en tres lustros.
Se supone que los nacidos en este tramo comenzaron a gestar sus textos o entraron a formar parte del mundo literario entre 1975 y 1990, quince años contentivos de demasiados acontecimientos socioculturales para creer en la rigidez de la propuesta. Finales del decenio gris, apertura de Cuba al exterior, crisis del Mariel, retorno de los emigrantes (se fueron gusanos, vuelven mariposas, recuerdo…), agotamiento de la más reacia escuela coloquial, solvencia económica increíble si se le observa desde el hoy de estrecheces que nos acoge, agudísima crisis generacional, etcétera. Ante tan abigarrado telón de fondo (muchas veces por detrás de él) salieron a la luz los textos de dichos poetas, en hornadas sucesivas. Para no extenderme señalaré las que a mi juicio constituyeron las principales ganancias de estos poetas, que nucleados en grupos/escuelas o de manera aislada, pero contactando constantemente mediando recitales y descargas, compartiendo lecturas arcanas, produjeron un vuelco en el camino ascendente de la lírica cubana:
-Apertura temática. Entendiendo esta por diapasón tensado al máximo, recuperación, imbricación.
- Marcada diversidad formal, también generada por una vuelta atrás: nuevo imperio de la metáfora, evasión de lo anecdótico, reacomodo de lo mejor del conversacionalismo, recuperación de las formas clásicas, etcétera.
- Reflejo en el texto de todo un acerbo cultural e histórico, sostenido por lecturas disímiles, y que se manifiestan en el uso de los referentes. Lo que Jorge Luis Arcos llama predominio de lo imaginal.(1)
- Potenciación de la imagen del poeta… y no solo en el texto.
Ahora bien: ¿cuándo un escritor es tenido como tal? ¿A partir de qué momento su propuesta cobra validez? Cuando su obra resulta édita. Es por muchos conocido que la mayoría de estos autores no publicaron hasta la década de los 90, algunos bien entrada la misma. Dicho defasaje vino a enrarecer aún más los límites generacionales, pues a diferencia de los 80 que les acogieran, fue la segunda mitad del decenio de los 90 escenario de un verdadero boom editorial, y de tal manera muchos de los libros de los ya reconocidos miembros de dicho grupo salieron al ruedo junto a los de algunos precoces escritores pertenecientes a la promoción siguiente.
¿Qué sucedió en esos 4 o 5 años finales de los 80/inicios de los 90? Un verdadero cataclismo sociopolítico que tocó a fondo. Se enseñoreó el “período especial”, dejamos de ser aupados maternalmente por la ahora extinta U.R.S.S, como una ola negra o un lento tsunami se apoderó del ser cubano una crisis de valores, con todo lo que ello conlleva. En medio de este decadente desarraigo, esta confusión, contactan con la literatura los jóvenes que, nacidos entre 1970 y 1985, vendrían a ser la generación subsiguiente a la que nos ha ocupado, algunos de los cuales por las posibilidades editoriales expansivas que señalé, tuvieron la oportunidad de publicar sus primeros libros, participar en y ganar un número inconcebible de concursos, acceder a un cúmulo de información que para sus antecesores fue labor arqueológica y arcano deslumbramiento. Dicho trasfondo coyuntural influyó sin dudas en la posición que, a partir de esta mesalliance, asumirían ante la literatura tanto aquellos como estos.
El bache en la continuidad de los talleres literarios (tan criticados, pero tan necesarios), vino a complicar aún más cualquier intento valorativo. En la década anterior participar en los Encuentros-Debate y ganarlos constituía un honor, se incluía en el curriculum de cualquier poeta. Por la casi desaparición de los mismos, muchos de los escritores de la nueva hornada dieron sus primeros pasos en medio de un terreno fantasmal, donde muchas veces reinó la confusión o un equivocado alto concepto de sí mismos. Alto concepto de sí mismos que sus ahora coetáneos —por defasaje— de los 80 también esgrimían, pero sin oportunidad de interactuar. Increíblemente no se produjo un choque generacional evidente; no ocurrió así al menos en la primera mitad del 90. Lo impidió el aislamiento, la carencia de eventos, las urgencias económicas que impelieron a muchos incluso a abandonar el acto creativo o emigrar, no fue así tampoco en la segunda porque el fácil acceso a las publicaciones, los premios y el reconocimiento, contentó lo suficiente a unos y otros. No hubo oportunidad para el debate o el careo.
He entonces que, recién iniciado el nuevo milenio, da la impresión de que se quiere establecer un ajuste de cuentas tardío. Hay, es cierto, suficientes premios y publicaciones para todos, vuelven los cónclaves donde figurar, pululan los espacios donde leer en público (estas lecturas, agreguémoslo aquí, se pagan). Es decir todo converge para que en un solipsismo plácido los poetas de todas las generaciones que hoy se encuentran activas —ya sea la hoy endiosada del 50, pasando por los sobrevivientes del grupo del Caimán, hasta llegar a los benjamines nacidos en la década del 80— continúen conformando un mosaico policromo, un verdadero coro polifónico. Pero, (influidos al parecer por el fin y/o apertura de un ciclo temporal, donde por hábito o cosquilleo se tiende a rendir cuentas, mirar en derredor, clasificar y desbrozar), de un tiempo a esta parte han comenzado los críticos y poetas de los 80, sobre todo, a notar en sus supuestos discípulos —con excepciones amparadas en el mecenazgo por supuesto— una total falta de originalidad, un no superar las cuotas por ellos establecidas, una actitud frívola ante la poesía y su raigambre.
No habría querido hacerlo pero llegado este momento me veo obligado a las citas y, quizás, al rebatimiento.
Arturo Arango, en el artículo crítico Existir por más que no te lo permitan (2), define el carácter epigonal de los poetas seleccionados en las antologías Cuerpo sobre cuerpo y Los parques (en esta última por cierto se incluyen nombres que pertenecerían, bien por edad, bien por haber vivido bajo su influjo epocal, al último segmento de la generación de los 80) porque en ellos no hay voluntad grupal, ni revistas, la propia antología que pretende nuclearlos es tardía, no hay una “plataforma” en ellos, sólo se interesan por mostrar y esa condición, según él, constituye un reconocimiento tácito de la manera como se han ido prolongando en nuestra poesía el coloquialismo y sus variantes.
Agrega Arango que tal vez otro signo de que esta es una poesía epigonal y de que como ya he dicho, continúa un coloquialismo que puede ser calificado como tradicional en la poesía cubana, sea la condición externa de su escritura; estamos ante una expresión que se verifica en lo exterior, no en sí misma.(3)
El análisis que propone el destacado narrador —quién ha demostrado merecer, además, todo nuestro respeto como crítico— de los textos contenidos en estos dos catálogos de la nueva poesía cubana, con el objetivo de tratar de definir sus rasgos pertinentes, y en el que seguramente se basó para arribar a la definición arriba señalada, se me antoja insuficiente. Su desentrañamiento no rebasa el plano ideotemático: la angustia, el desarraigo, cierto escapismo, la nota diferenciada del sujeto lírico.
A estas alturas de la historia literaria, me temo que ningún análisis temático, por profundo que resulte, pueda aportar suficientes claves particularizadoras de una estética generacional. Los temas poseen independencia supratemporal, son los mismos desde tiempos inmemoriales, van y vienen, se reacomodan, están de moda o no, pero no basta una aparente supremacía temática, a partir de la postura del yo lírico, para contener en sí todo un superobjetivo estético o una marca generacional. Y lo de una evidenciada angustia existencial nada puede decirnos ya como nota dominante en un conjunto de voces: es condición sine qua non en el creador desde la llamada poesía post-contemporánea, posterior a la II Guerra Mundial… el propio acto de la escritura, y nada nuevo aporto con señalarlo, es de por sí angustioso.
Me gustaría preguntar —me urge— qué plataforma sedimentó la obra de los poetas de los 80; quisiera leer sus presupuestos en alguna publicación; o conocer qué revistas fundaron y si las revistas se fundan así como así, sobre todo en nuestro sistema institucionalizado de cultura. No obstante mencionaré, como de pasada, no ya revistas sino dos “casas editoriales”, fundadas a mitad de los 90, cuya gestación se deba quizás a esas pretendidas necesidades generacionales que podrían evadir el estigma: Sed de Belleza (1994) y Reina del Mar (1995); para continuar abundando en este proceso iluminativo, y yendo más allá en el tiempo, me gustaría conocer a qué grupo pertenecieron Dulce María Loynaz, Emilio Ballagas o María Villar Buceta, por citar, sin forzar en demasía la memoria, a tres de mis favoritos. Me tranquilizaría mucho que alguien me explicara qué carácter de grupo poseía la generación de los años 50, tan dispersa y con representantes en varios puntos de la isla, a no ser el que, como piedra de toque unificadora, le otorga ser la llamada Primera generación de la revolución Triunfante, sin negar, claro, la potenciación en el plano formal del código coloquial o antipoético en muchos de sus representantes más connotados. Quisiera que alguien, crítico o poeta, involucrado o no, me convenciera de que en aquellos luminosos años 80, todas esas descargas poéticas en la madrugada, esos encuentros constantes por los lares y bares a lo largo de la isla o esas adscripciones grupales-territoriales no obedecían más que al paliativo ante la imposibilidad de publicar con inmediatez, o a la seguridad de que esos textos recién horneados debían compartirse con fruición, antes de ser engavetados como un libro inédito más, esperando ganar el Encuentro-Debate de turno, o el entonces cotizado premio David, quizás aguardando para figurar en alguna antología hiperselectiva.
Continuando con los señalamientos de Arango: ¿Cuán tardía puede resultar una antología que contiene la obra de poetas que no rebasaban, al momento de concebirse, los 32 años? (4) Recuerdo a los interesados que la antología-insignia de los bardos de los 80, Retrato de Grupo, seleccionada y prologada por el propio Víctor Fowler y por Antonio José Ponte, amén de sus ausencias, incluye a poetas comprendidos entre los 22 y 32 años. Esto es: un rango de edad bastante similar al de las dos antologías más renombradas de los llamados poetas de los 90, sin que por ello se le haya considerado tardía y, a quienes en ella se incluyen, como epigonales. A esto súmese que en la escueta nota preliminar de Retrato… no se advierte el más mínimo intento por validar una plataforma poética, ni de resumir al menos un espíritu epocal diferenciador, quizás por la falta en aquellos momentos de armas o de recursos para penetrar el bullente aparataje formal que daba cuerpo a las inquietudes generacionales. Los propios poetas-prologuistas lo señalan en esta nota que cito in extenso, y que bien podría figurar en el prólogo de sus émulas una década o tres lustros después:
Este retrato de grupo pudo haber incluido una valoración exhaustiva, hasta donde esto es posible en poetas que no sobrepasan la edad de 30 años [al momento de aparecer editada, como ocurrió con Los parques trece años después, algunos miembros sí los sobrepasaban] acerca de tendencias, motivaciones y jerarquías. El pudor nos lo ha impedido, la mayor parte de los que aquí aparecen apenas se inician en la literatura —la frase es manida pero es— y si bien tienen (tenemos) algunos poemas dignos, falta aún la Obra que permita hacer valoraciones tales. Es ésta una realidad que sólo el tiempo y nuestra severidad hará variar.(5)
Quizás Fowler (a él me dirijo porque sé lo que abiertamente piensa y manifiesta sobre la obra de la gran mayoría de los más jóvenes poetas cubanos) haya olvidado estas humildes palabras. El tiempo, ciertamente, ha hecho variar en quienes leemos poesía más allá del disfrute, la opinión excesivamente enjundiosa que alguna vez nos mereciera la Obra de muchos de los poetas incluidos en Retrato de Grupo; tal vez, como él apunta, la obra que entonces faltaba nunca llegó a existir (de cinco de los antologados, por ejemplo, apenas puedo mencionar si poseen un libro, son influencia nula en los terrenos de la literatura cubana del siglo XXI, quizás ya ni siquiera se expresen en verso; otros, dos quizás tres, aunque tampoco lo hacen ya por voluntad propia, o por la zozobra a que los sometiera la emigración, al menos dejaron una obra atendible e influyente entre sus coetáneos). En cuanto a la severidad a que se refieren los prologuistas hacia el final de la cita, espero que no vaya dirigida sólo a la obra de sus sucesores, tal como se manifiesta a todas luces… al menos por parte de Fowler.
Sería muy cómodo para nosotros, también, dejar al tiempo toda valoración sobre la obra de quienes ahora se encuentran en la mirilla del ojo público en materia poética. El pudor también nos lo podría impedir, pero no la ligereza o la superficialidad, no la carencia de armas para desentrañar o diseccionar una obra, un conjunto de textos, única vía para demostrar o no la valía de una voz. Una de las grandes diferencias del contexto en que se mueven estos y se desarrollaron aquellos poetas es, precisamente, la mayor cantidad de información acerca de la teoría literaria y sus normas en poder de un número mayor de interesados, muchos de ellos jóvenes —egresados de las escuelas de Letras o autodidactos—; o la existencia de un aparato categorial más actualizado para penetrar en el corpus literario, una mayor cercanía de la crítica o el ensayo, por pálidos que parezcan, a la creación misma, respetando siempre el necesario distanciamiento. Atrás quedaron los tiempos en que la crítica impresionista, sin dominio siquiera de la más elemental preceptiva (el consabido e injustamente olvidado libro de Tomás de Gayol y Fernández) escrita casi siempre por otro poeta, bastaba para jerarquizar y dar lustre a una obra. Al menos en la provincia donde vivo, y hasta donde logro otear, ya no ocurre así.
Los criterios de Arango (que son también los de Walfrido Dorta (6) y de cierta manera los de Jorge Luis Arcos) referentes al coloquialismo y su prolongado reinado en la lírica cubana, es asunto para valoraciones más profundas que las de este trabajo; no obstante debe recordarse que la tan aupada promoción de los 80, o al menos los poetas que más renombre le otorgaron, o incluso los pocos de ellos que aún siguen escribiendo con real valía y han sentado cátedra por encima del ciclo dudoso de las modas poéticas —los nombres de tres de los incluidos en Retrato… Sigfredo Ariel, Carlos Augusto Alfonso y Teresa Melo, me parecen ejemplares en el sentido dual de la palabra— han acomodado su estro por los canales de un conversacionalismo saludable, algunos coqueteando con el coloquialismo más evidente, que han sabido limar y adecuar a sus necesidades expresivas. Arcos llama a ello el posconversacionalismo y reconoce que a partir de su desdibujamiento o desplazamiento se concibe el devenir de la poesía cubana.
No creo que las restantes prácticas que dos de los citados críticos señalan como posibilitadoras de un vuelco necesario a la poesía cubana: el culturismo o los experimentos de la alta vanguardia, se adecuen al ser poético cubano. La primera o baja vanguardia, sabido es, nunca caló hondo en nuestras letras, fue más bien moda pasajera con algunos retozos formales, muy pronto abandonados. Tantos lustros de cultivo de esa práctica que ellos llaman excluyente: el coloquialismo y sus constantes actualizaciones, no han podido ser obviados a pesar de las sucesivas búsquedas de una novedad a ultranza. Al contrario, se me antojan —esos sí— totalmente epigonales o decadentes la mayoría de los intentos que en su momento se produjeran y que actualmente se experimentan en este sentido, llámeseles neolezamianos o diasporianos, Zona franca u OVNI, poesía performática o visual. La dificultad que entraña cerrar un gusto persistente, y hacerlo con organicidad, ya ha sido señalada como contrapartida del facilismo que significa “inaugurar” una nueva sensibilidad, siempre aparente en un acto tan íntimamente raigal y canónico como es la poesía.
El término “poetas de los 90” continuará resultando pues ambiguo e inclusivo. ¡Cuántos de los miembros de generaciones anteriores no provocaron, ex profeso, un giro que armonizara su voz a las exigencias otras de esta década! ¿No son, entonces, poetas de los 90? ¿Qué constancia queda para los lectores futuros de que un creador participó de toda una voluntad generacional, y arremetió, y se desgarró si no la que significa un libro édito que contenga sus inquietudes? Si este libro vio la luz en 1993 o más adelante, si interactuó con el lector y la comunidad interpretativa sólo a partir de ese momento y no antes, ¿no es su autor un poeta de los 90? Si ante la desgastante competitividad del decenio luminoso, un poeta nacido en los 60 prefirió retraerse y desde la distancia atisbar, para luego irrumpir oxigenado en la más tolerante década finisecular, ¿no es un autor de los 90?
Un poeta amigo, cuya precocidad le permitió asistir en plena adolescencia al esplendoroso cenit de los 80 y sus debates, en una entrevista aún inédita, responde a mi entender brillantemente con una pregunta retórica a la llevada y traída marca epigonal que se endilga a los poetas más jóvenes de la isla. ¿Nosotros epigonales? ¿Cómo ellos, de Lezama? ¿de Virgilio, como ellos?
Y yo agregaría: ¿de los poetas simbolistas franceses, cómo ellos? ¿cómo ellos, epigonales de los poetas visionarios del romanticismo inglés? Sí, epigonales: de santa Teresa, de Rimbaud, de Emily Dickinson, de Tagore, de Nicanor Parra, de Bukowski, de la Pizarnik. Como ellos, epigonales, de Martí, de Ballagas, de Carilda y Gastón Baquero, de Carlos Galindo, de Lina de Feria y de Ángel Escobar. Como ellos. No sin picardía traigo a colación entonces una frase del filósofo, poeta y medio-ambientalista español Jorge Riechmann, que casi he parafraseado epigonalmente:
En poesía, nada más risible que el afán de novedad. Lo que importa es ser contemporáneo: contemporáneo de ?san? Juan de Yepes, de Francisco de Quevedo y César Vallejo (…) y contemporáneo del dolor de los seres vivos y el esplendor del mundo. (7)
Por supuesto no debemos escudarnos en la indignidad a la hora de defender un criterio, así como tampoco remedar la justicia bizantina, (minimizando a unos para salvar a otros). Por todo lo señalado es de inferir que no acepto esa preponderancia cualitativa que se pretende reclamar para la gran mayoría de los miembros de la generación de los 80, del mismo modo que doy por hecho el pase de cuentas que ha producido el tiempo sobre las líneas directrices que de su centro irradiaron, esto es: el hermetismo metafórico e imaginal, el hipotético poema catedralicio de unos (que hoy se torna insípido), el ingenio fabulatorio y efectista de otros (que ha dejado de surtir efecto y parece ñoñería o tono lastimero), el atrincheramiento contestatario disfrazado de eticidad (que hoy se nos antoja actitud más que provinciana municipal y pequeñísima) y sobre todo censuro esa ambición de figurar a través de su nombre, una vanidad privativa que, pasado el tiempo, se atempera o se disfraza cuando estos propios “marginados” e “incomprendidos” de aquellos días han accedido, atomizados en la medianía de decenas de editoriales, proyectos y revistas, a los círculos de poder literario de los que tanto renegaron. Abomino de esa vanidad muy de la voz de los 80, que tan claramente dibuja el propio Riechman en su artículo:
Hay en la publicación de un libro de poesía un elemento impropio, bastardo, desdeñable. Viene a ser un gesto cuyo sentido puede verbalizarse así: reconoced lo importante que soy, la calidad de mi persona; asignadme un lugar muy especial entre vosotros. (8)
De la misma manera que aquello censuro, reconozco el alto grado de originalidad de esta poesía del deslumbramiento respecto al período precedente, su “necesidad histórica” por así llamarla, su sabia adecuación de los recursos tropológicos que les legara la tradición poética cubana y universal al mucho querer decir de su momento (eso es autenticidad), su fidelidad al carácter diferenciado y salvador del ser sensible, su reconocible afán inclusivo y tolerante, manifiesto en las actualizaciones y aperturas temáticas más inesperadas. También eso es cierto.
Por otra parte estoy muy claro de cuánto adolece la poética que proponen las promociones más jóvenes (esos que por comodidad continuaremos llamando novisísimos o post novísimos) en el contexto nacional. Ante todo me desconcierta la falta de cultura que muchos denotan no sólo en su obra sino también en su proyección, la osadía que los lanza al batallar con la palabra, sin un conocimiento cabal de la riqueza de su idioma y las posibilidades asociativas que les brinda, el exhibicionismo en el uso gratuito de muchos referentes, provocado por la escasez de lecturas o su ausencia. Puestos a vivir en un período álgido, se vieron obligados a ser fuertes, a obviar, a escudarse en una prepotencia atrincheradora. Hijos del boom cultural/educativo, productos exquisitos de la nueva era de la frivolidad y la inocencia, creen que las mínimas armas son suficientes, que basta ser algo diferenciado para ser poeta o artista. Al quemar etapas iniciáticas en el terreno creativo y perder el nexo de comunidad con la generación que le antecediera, el concepto de lo original que muchos propugnan resulta altisonante, tremendista muchas veces. El componente de eticidad que tanto apasionara a sus antecesores cronológicos, y notorio textualmente en los choques ideológicos, la quiebra familiar, la función del poeta como traductor de esencias, aparenta ser para ellos motivante casi nulo.
Lacerados por una realidad aplastante, por una balanza adulterada hacia el espectro material y cosificado, muchos de estos postnovísimos prefieren recalar en un yo narcisista que precisa resarcirse, potenciarse desde su diferencia. Para ellos nada significa el muro de Berlín, o la amiga de la infancia que se marchó a Nueva York, Miami o Barcelona. El muro ya no existe y punto; la amiga volverá cada vez que tenga dinero para hacerlo y se irán de farra y beberán y bailarán en la discoteca, porque la proyección social, la imagen del poeta que trasmite esta generación no es la de aquella, en la cual los poetas —seres tristes o meditabundos, hiper reflexivos, cuasi lastimeros— “no bailaban”, evadían orgullosamente la convergencia de la alta y baja cultura.
A ello debemos sumar que han sido víctimas, los más aplaudidos de ellos, de los cacicazgos, del errado proceder de aquellos que los han utilizado como puntas de lanza para entronizar, sin necesidad, a destiempo quizás “la llegada de una nueva oleada, un nuevo conjunto de voces”, que va a opacar a las de grupos y poéticas anteriores, que va a producir un vuelco en las letras cubanas. Como continuadores de una errada sobrevaloración de la figura del poeta que son, heredada a pesar de los baches y huecos negros que debieron generar una postura diferente ante la figuración literaria, muchos han caído en este juego espiraloide, presos ya de la nomenclatura excluyente, de la obligatoriedad de publicar un libro tras otro para engrosar el curriculum, del peso de una fama temprana e inmerecida muchas veces, de la voracidad por los premios, en fin de esa verdadera feria de las vanidades que se enseñorea en todos los quórums literarios de la isla, sin distinción grupal o generacional, y a la que mucho ha aportado también la ligereza de los análisis y la mediocridad de una crítica ensalzadora.
En el trasfondo de todo este caos extemporáneo, generado al intentar ganar terreno luego de la desatención a los fenómenos que lo provocaron, yace impertérrita una explicación más comprometida con la tradición: esa que apunta brillantemente Harold Bloom en su libro sobre las influencias poéticas.(9) Estamos intentando encontrar en un fenómeno demasiado cercano en el tiempo —los 80, su clímax— al poema-padre con el cual deberían estar interactuando ahora mismo los poetas cubanos, sea cual sea su edad o grupo, o escuela o tendencia, en pleno siglo XXI. Inconscientemente lo estamos escudriñando en el corpus que propugnara la última de las revoluciones poéticas en el plano nacional. Al menos entre los más jóvenes, no creo que ese texto modélico (contra el cual arremeter por cualquiera de las seis cocientes revisionistas que Bloom delinea) lo constituya un supuesto poema-padre escrito pluralmente por sus antecesores inmediatos. Individualidades podrán señalarse que mantengan un cordón umbilical con tan joven progenitor (¿serán estos los epigonales?), pero no las llamadas figuras de primera línea, no sus voces más originales.
No quisiera citar nombres porque, fiel al exergo que fija el inicio de mi discurrir, deberían importar los textos y no los gestores; mas se me antoja que aquella que escribió a los 20 años Un libro raro, aún hoy el libro vertebrador de su poética, y puso de moda a mitad de la década pasada un sujeto lírico diferenciado, ambiguo en su postura genérica, aquella que entronizó lo que yo llamo la poética del desgano, (donde no hay estallidos grandilocuentes, pero sí una sabia minilocuencia vital y reflexiva), encontró su poema-padre muy lejos en el tiempo, en la santa Biblia, o en los devocionarios medievales, y para actualizar su discurso ha empleado la cociente Tésera.(10) Y este otro, el de los poemas-río, el enfant terrible si se guía uno por los jerarquizadores, el que demostró que es poeta con un libro de Eleanor, para luego solo mostrar (será por eso epigonal, según los señalamientos de Arango) con osada ingenuidad infantil escogió como poema-padre el que completaron a su vez de otros, Walt Whitman a la cabeza, los poetas norteamericanos contemporáneos, con un sonido industrial y citadino, con un desplante bukowskiano, y para ello se afilió a la cociente Demonización (11)…
Y aquella, la neo-hembrista, la concubina ebria, esa agresiva voz que nos prende desde in útero, quizás no sepa que su poema-padre lo escribió una argentina suicida en la primera mitad del siglo XX, y que ella lo reescribe mediante el Clinamen.(12) Otro, modesto y excelente poeta, se adentra cantando en el bajo delta, a la búsqueda de la raíz seminal en los textos de los románticos ingleses y su simbología y su caída. Otra exquisita y conmovedora poetisa —buena amiga también—, desinteresada de figurar y publicar, mientras fuma sus eternos cigarros verdes en la sala oscura de los cinematógrafos, encuentra su savia nutricia en el preciosismo esteticista de una narradora inglesa, cuyos gestos raros y mistificados en cuanto a género literario extrapola al verso. Aquellos dos —por muy disímiles vías: ya sea la indolencia hedonista del idiolecto simulado o el eclecticismo promarginal en inconcebibles ambientes citadinos— prefieren la cociente Apofrades, el regreso de los muertos, para vaciar de significado y reacomodar a los griegos de siempre… Anacreonte, Píndaro y la Safo.
Y así podría sucederse esta enumeración en la búsqueda de la filiación poética. Es difícil hallar en los posibles poetas-fuertes (13) de las últimas promociones la predilección por el poema-padre que pudieran haberles trasmitido, en sus múltiples asimilaciones —una especie de regurgitación— un Frank Abel Dopico, un Heriberto Hernández, un Rodríguez Tosca, un Emilio García Montiel, un Pedro Llanes, una Damaris Calderón e incluso un Sigfredo Ariel, a pesar de su apego a la estética coloquial y a su metaforización matérica, altamente comunicativa. Quizás el no encontrar en los textos de estos creadores postnovísimos (donde por cierto, y es otro rasgo privativo de esta generación, desaparece el significado de los líderes, esos mismos poetas-fuertes que llevaron, contraproducentemente, a sus seguidores en la década de los 80 a parecer epigonales dentro de su propia promoción) claras evidencias de esta línea de continuidad enriquecedora entre una promoción y otra, lleve a los críticos —o a los poetas que mayormente suplen esta labor— a invalidar la potencialidad de estas voces, considerarlas como espurias o expósitas. Al hacerlo no toman en cuenta que idéntica vuelta atrás ejecutaron ellos en su momento, rescatando en las lecturas arcanas (desde Baudelaire hasta Lezama Lima) muchos de los componentes que moldearían su poema-padre tutelar, detectando en sus costados negativos la vía para el posible Clinamen, o Apofrades, o Tésera revisionista que postularían como método creativo.
No quiero concluir sin acotar otra expansión fenoménica dentro de nuestra poesía contemporánea, intento-otro que será, sin dudarlo, coyuntural. Se nota a todas luces en los últimos años, el intento de un grupo de críticos, y/o grupos con poder jerarquizante, y/o jurados —que mucho determinan con sus decisiones, al asentar las poéticas por ellos escogidas como pautas a seguir o patrones modélicos para los jóvenes y no tan jóvenes ansiosos de éxito— por entronizar un modo de hacer que se desvíe con mayor o menor despliegue tropológico, con mayor o menor osadía temática de la norma predominante en nuestra historia literaria (14) (el ya aludido conversacionalismo y sus adecuaciones pendulares).
Será, deduzco, otro estadío pasajero. A los ojos del lector ocasional y para su total desconcierto estos poemas, ahora “de moda”, se muestran, textos mayormente insuficientes, que intentan negar la substancia melódico rítmica subyacente desde siempre en el verso, aun en sus continentes más asépticos. Da la sensación al leerlos de incompletez, de apresuramiento, de insustancial disparate incluso, donde la angustia posible (otra vez la angustia) pretende manifestarse a nivel del logos, de raíz metatextual, sin que aflore en la cadena comunicativa y sus funciones lingüísticas todas. Para definirlos de una manera sencilla y rotunda, y donde entrarían a jugar su papel mis modestas lecturas, mi derecho de lector sensible, de seguidor del quehacer poético durante los últimos 15 años de mi vida e incluso el modo de decir de una poetisa amiga mientras hacíamos la selección para una antología de próxima aparición: eso no parece poesía.
Pero mi criterio no es, no debe serlo, para nada conclusivo. Es lamentable que quien dictamine respecto a la pertinencia o no de esta última frase, no sea el lector, el verdadero, el no creador, el no crítico, el no viciado por un círculo que se ha cerrado en demasía alrededor de los poetas y sus libros y sus premios y sus nombres. Esta necesidad de saberse esperado, ese deseo de compartir algo tan íntimo y la innegable presencia del texto-padre para así facilitarlo se aúnan en la sencilla frase de Samuel Vázquez: el lector es futuro que lee en presente algo escrito en el pasado.(15) La participación desprejuiciada y ganada del destinatario contribuiría a limar todas las asperezas, solventar la valía o no —en el proceso funcional del lenguaje— de las propuestas generadas; en medio de un acto donde tantas pérdidas se ciernen sobre quien lo lleva a efecto: la escritura, sólo ese lector hipotético garantizaría la completez, la asimilación orgánica de ese juego temporal de roles y ganancias.
También a ese divorcio con el receptor la renovación poética de los 80 contribuyó, lamentablemente, en alto grado: atrincherándose para fortalecer su propuesta, para preservarse de las normas oficiales y tratando de aportar valía a la imagen del poeta que se precisaba para arremeter. Resultado de ello es esa complacencia hereditaria de escribir para los propios escritores, la conformidad con el siempre engañoso aplauso o reconocimiento de la comunidad literaria.
A este respecto nada mejor, entonces, que un doble cierre. Primero lo sublime: una cita del teórico Harold Bloom:
Lo que mantiene unidos varios poemas rivales y, sin embargo, los mantiene separados es una relación antitética que surge, en primer lugar, del elemento primordial de la poesía y ese elemento, lamentablemente, es la adivinación; o sea, la desesperación de tratar de presagiar los peligros para el ser, provenientes de la naturaleza, de los dioses, de los demás o, en verdad, del ser mismo. Y, es preciso que añada que, para el poeta como poeta, estos peligros también provienen de otros poemas. (16)
Después lo procaz, pero no por ello menos sabio o menos representativo del espíritu epocal: el slogan de la campaña de recuperación de materias primas que tanto me hacía pensar, por inicuo que parezca, cada vez que lo leía en las tiendas habilitadas al efecto: todo sirve, todo regresa.
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Notas:
(1). Este crítico, citado por Walfrido Dorta en “Algunos estados, estaciones, documentos” (La Gaceta de Cuba, noviembre-diciembre de 2003 p.3) sintetiza así los rasgos determinantes de la valía de la poesía gestada en los 80: predominio de lo imaginal, empleo de un lenguaje más irreductiblemente poético, predilección por la fábula, lo no anecdótico e independencia relativa del referente.
(2). La Gaceta de Cuba. Noviembre-diciembre de 2003, pp. 22-25
(3). Arango, Arturo. Op Cit.
(4). Me refiero a Los Parques, con poetas nacidos después de 1967, año en que terminaba la selección de la emblemática Retrato de Grupo. No hablemos ya de Cuerpo sobre cuerpo, cuyos poetas escogidos son los nacidos después de 1972. Más inmediatez no se puede pedir.
(5). Fowler, Víctor y Antonio José Ponte. “Unas palabras”. Retrato de Grupo. Editorial letras Cubanas, 1989. p.6.
(6). Dorta, Walfrido. Op. Cit. pp 8-14.
(7). Riechmann, Jorge. “Deseo de otra realidad, deseo de la palabra otra”. En La Gaceta de Cuba. No. 6 de 2001. p.6.
(8). Riechmann. Op cit. P.6.
(9). Bloom, Harold. La angustia de las influencias. Monte Ávila Editores,1973.
(10). Para Bloom Tésera es la cociente revisionista que antitéticamente completa al poema-padre precursor conservando sus términos, pero logrando otro significado. La tésera implica la continuación antitética del poema que nos antecede; el poeta fuerte debe constituirse como creador complementario y a la vez antitético con respecto a la obra previa.
(11). Demonización para Bloom es aquella cociente en la cual “volviéndose contra lo sublime del precursor, el nuevo poeta fuerte sufre una Demonización, un Contra-Sublime cuya función sugiere la relativa debilidad del precursor. Cuando el efebo es demonizado, su precursor es necesariamente humanizado, y un nuevo Atlántico fluye hacia fuera del ser transformado del nuevo poeta.”
(12). Mediante la cociente Clinamen el poeta se desvía bruscamente de su precursor leyendo a este de tal modo que ejecuta como un movimiento correctivo en su propia escritura, lo cual implica que el poema-padre llegó hasta cierto punto de manera exacta, pero habría debido desviarse precisamente en la dirección hacia la que se mueve el nuevo poeta fuerte.
(13). Término muy gustado también por Bloom. Para él la angustia de la influencia, la melancolía que se enciende con la lectura de un poeta fuerte es algo que nos afecta como poetas, críticos o lectores, sensación que hemos aprendido a desatender.
(14). Dorta destaca al llamado grupo Diásporas. Además, ya casi al final, se detiene en dos autores para él muy particulares cuya obra se desvía de la norma “asfixiante”, los define como que no gustan del contexto referencial, son densamente connnotativos y elípticos (…) construyen sus poemas con fragmentos textuales que no aspiran a ninguna visibilidad inmediata en el momento receptivo.
(15). Vázquez, Samuel. “Calcado del silencio”. En La Gaceta de Cuba. No. 6 de 2001. p.4.
(16). Bloom, Harold. Op. Cit.
junio y 2006
Tomado de:
Hacerse el cuerdo. Publicación digital del CP de la UNEAC en Villa Clara Año 2. No. 4.
http://www.cenit.cult.cu/sites/uneac/boletin/0004/index.htm#art-03
viernes, 20 de junio de 2008
Materia reciclable (joven poesía cubana: ni epigonal, ni expósita) Noël Castillo
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