T
O
D
O
el
largo
jueves
en tertulias por El Vedado;
luego, pasar a verte
–es posible, el jueves, ya tarde,
pasar a verte– es posible,
un beso, un gran beso en la boca morbosa,
el jueves –una hora de jueves,
para arreglar el mundo–
(siempre)
antes de
la noche larga
el largo día pretencioso y mísero
(siempre)
arreglar el mundo,
construir un Jardín, un parlamento bonito
en tertulias por El Vedado
–misión imposible–
(siempre)
la tarde viciada,
la trilzura achicada de la tarde
en el largo jueves de pasar a verte
a una hora ajustada
(siempre)
con el sabor del café en los labios
con el limpio aroma de las muchachas en flor
que llega y se instala
y que también se extingue
(siempre)
Alberto Edel Morales Fuentes
De Con cierta elegancia
viernes, 25 de abril de 2008
jueves, 24 de abril de 2008
AHÍ ESTÁ LA POESÍA: DE PIE CONTRA LA MUERTE
JUAN GELMAN
Discurso al recibir el Premio Cervantes
Majestades, Señor Presidente del Gobierno, Señor Ministro de Cultura, Señor Rector de la Universidad de Alcalá de Henares, autoridades estatales, autonómicas, locales y académicas, amigas, amigos, señoras y señores:
Deseo, ante todo, expresar mi agradecimiento al jurado del Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes, a la alta investidura que lo patrocina y a las instituciones que hacen posible esta honrosísima distinción, la más preciada de la lengua, que hoy se me otorga. Mi gratitud es profunda y desborda lo meramente personal. En el año 2006 se galardonó con este Premio al gran poeta español Antonio Gamoneda y en el 2007 lo recibe también un poeta, esta vez de Iberoamérica. Se premia a la poesía entonces, "que es como una doncella tierna y de poca edad y en todo extremo hermosa" para don Quijote, doncella que, dice Cervantes en "Viaje del Parnaso",
"puede pintar en la mitad del día
la noche, y en la noche más escura
el alba bella que las perlas cría...
Es de ingenio tan vivo y admirable
que a veces toca en puntos que suspenden,
por tener no se qué de inescrutable" .
A la poesía hoy se premia, como fuera premiada ayer y aun antes en este histórico Paraninfo donde voces muy altas resuenan todavía. Y es algo verdaderamente admirable en estos "Dürftiger Zeite", estos tiempos mezquinos, estos tiempos de penuria, como los calificaba Hölderin preguntándose "Wozu Dichter", para qué poetas. ¿Qué hubiera dicho hoy, en un mundo en el que cada tres segundos y medio un niño menor de 5 años muere de enfermedades curables, de hambre, de pobreza? Me pregunto cuántos habrán fallecido desde que comencé a decir estas palabras. Pero ahí está la poesía: de pie contra la muerte.
Safo habló del bello huerto en el que "un agua fresca rumorea entre las ramas de los manzanos, todo el lugar sombreado por las rosas y del ramaje tembloroso el sueño descendía", Mallarmé conoció la desnudez de los sueños dispersos, Santa Teresa recogía las imágenes y los fantasmas de los objetos que mueven apetitos, San Juan bebió el vino de amor que sólo una copa sirve, Cavalcanti vio a la mujer que hacía temblar de claridad el aire, Hildegarda de Bingen lloró las suaves lágrimas de la compunción, y tanta belleza cargada de másvida causa el temblor de todo el ser. ¿No será la palabra poética el sueño de otro sueño?
Santa Teresa y San Juan de la Cruz tuvieron para mí un significado muy particular en el exilio al que me condenó la dictadura militar argentina. Su lectura desde otro lugar me reunió con lo que yo mismo sentía, es decir, la presencia ausente de lo amado, Dios para ellos, el país del que fui expulsado para mí. Y cuánta compañía de imposible me brindaron. Ese es un destino "que no es sino morir muchas veces", comprobaba Teresa de Avila. Y yo moría muchas veces y más con cada noticia de un amigo o compañero asesinado o desaparecido que agrandaba la pérdida de lo amado. La dictadura militar argentina desapareció a 30.000 personas y cabe señalar que la palabra "desaparecido" es una sola, pero encierra cuatro conceptos: el secuestro de ciudadanas y ciudadanos inermes, su tortura, su asesinato y la desaparición de sus restos en el fuego, en el mar o en suelo ignoto. El Quijote me abría entonces manantiales de consuelo.
Lo leí por primera vez en mi adolescencia y con placer extremo después de cruzar, no sin esfuerzo, la barrera de las imposiciones escolares. Me acuciaba una pregunta: ¿cómo habrá sido el hombre, don Miguel? Conocía su vida de pobreza y sufrimiento, sus cárceles, su cautiverio en Argel, su Lepanto, los intentos fallidos de mejorar su suerte. Pero él, ¿quién era? Releía el autorretrato que trazó en el prólogo de las Novelas Ejemplares: "Este que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada" , que nada me decía, salvo la mención de sus "alegres ojos". Comprendí entonces que él era en su escritura. Me interno en ella y aún hoy creo a veces escuchar sus carcajadas cuando acostaba al Caballero de la Triste Figura en el papel. Sólo quien, desde el dolor, ha escrito con verdadero goce puede dar a sus lectores un gozo semejante. Cómico es el rostro de la tragedia cuando se mira a sí misma.
Declaro que, en verdad. quise recorrer ante ustedes, con ustedes, los trabajos de Persiles y Sigismunda, o la locura quebradiza del licenciado Vidriera, o compartir la nueva admiración y la nueva maravilla del coloquio de los perros, o el combate verdaderamente ejemplar entre los poetas malos y los buenos que tiene lugar en "Viaje del Parnaso" y en el que cualquier buen poeta podía caer herido por un pésimo soneto bien arrojado. Pero tal como la lámpara alimentada a querosén que los campesinos de mi país encienden a la noche y alrededor de la cual se sientan a cenar, cuando hay, y luego a leer, cuando hay y cuando hay ganas, y a la que mosquitos y otros seres alados acuden ciegos de luz y la calor los mata, así yo, encandilado por don Alonso Quijano, no puedo sustraerme a su fulgor.
Muchas plumas hondas y brillantes han explorado los rincones del gran libro. Por eso, parafraseando al autor, declaro sin ironía alguna que, con seguridad, este discurso carece de invención, es menguado de estilo, pobre de conceptos, falto de toda erudición y doctrina. Sólo hablo como lector devoto de Cervantes, pero quién puede describir los territorios del asombro. Con mucha suerte y perspicacia, es posible apenas sentarse a la sombra de lo que siempre calla.
Cervantes se instala en un supuesto pasado de nobleza e hidalguía para criticar las injusticias de su época, que son las mismas de hoy: la pobreza, la opresión, la corrupción arriba y la impotencia abajo, la imposibilidad de mejorar los tiempos de penuria que Hölderlin nombró. Se burla de ese intento de cambio y se burla de esa burla porque sabe que jamás será posible terminar con la utopía, recortar la capacidad de sueño y de deseo de los seres humanos. Cervantes inventó la primera novela moderna, que contiene y es madre de todas las novedades posteriores, de Kafka a Joyce. Y cuando en pleno siglo XX Michel Foucault encuentra en Raymond Roussel las características de la novela moderna, éstas: "el espacio, el vacío, la muerte, la transgresión, la distancia, el delirio, el doble, la locura, el simulacro, la fractura del sujeto", uno se pregunta ¿qué? ¿No existe todo eso, y más, en la escritura de Cervantes?
Su modernidad no se limita a un singular universo literario. La más humana es un espejo en el que podemos aún mirarnos sin deformaciones en este siglo XXI. Dice Don Quijote: "Bien hayan aquellos benditos siglos que carecieron de la espantable furia de aquestos endemoniados instrumentos de la artillería a cuyo inventor tengo para mí que en el infierno se le está dando el premio de su diabólica invención, con la cual dio causa que un infame y cobarde brazo quite la vida a un valeroso caballero, y que sin saber cómo o por dónde, en la mitad del coraje y brío que enciende y anima a los valientes pechos, llega una desmandada bala (disparada de quien quizá huyó y se espantó del resplandor que hizo el fuego al disparar la maldita máquina) y corta y acaba en un instante los pensamientos y la vida de quien la merecía gozar luengos siglos".
Desde el lugar de presunto caballero andante quejoso de que las armas de fuego hayan sustituido a las espadas, y que una bala lejana torne inútil el combate cuerpo a cuerpo, Don Quijote destaca un hecho que ha modificado por completo la concepción de la muerte en Occidente: es la aparición de la muerte a distancia, cada vez más segura para el que mata, cada vez más terrible para el que muere. Pasaron al olvido las ceremonias públicas y organizadas que presidía el mismo agonizante en su lecho: la despedida de los familiares, los amigos, los vecinos, el dictado del testamento ante los deudos. La muerte hospitalizada llega hoy con un cortejo de silencios y mentiras. Y qué decir de los 200.000 civiles de Hiroshima que el coronel Paul Tobbets aniquiló desde la altura apretando un simple botón. Piloteaba un aparato que bautizó con el nombre de su madre, arrojó la bomba atómica y después durmió tranquilo todas las noches, dijo. Pocos conocen el nombre de las víctimas cuya vida el coronel había segado. La muerte se ha vuelto anónima y hay algo peor: hoy mismo centenares de miles de seres humanos son privados de la muerte propia. Así se da en Irak.
Creo, sin embargo, como el historiador y filósofo Juan Carlos Rodríguez, que el Quijote es una gran novela de amor. Del amor imposible. En el amor se da lo que no se tiene y se recibe lo que no se da y ahí está la presencia del ser amado nunca visto, el amor a un mundo más humano nunca visto y torpemente entrevisto, el amor a una mujer que no es y a una justicia para
todos que no es. Son amores diferentes pero se juntan en un haz de fuego. ¿Y acaso no quisimos hacer quijotadas en alguna ocasión, ayudar a los flacos y menesterosos? ¿Luchando contra molinos de aspas de acero, que ya no de madera? ¿Despanzurrando odres de vino en vez de enfrentar a los dueños del dolor ajeno? ¿"En este valle de lágrimas, en este mal mundo que tenemos -dice Sancho-, donde apenas se halla cosa que esté sin mezcla de maldad, embuste y bellaquería"?
He celebrado hace dos años, con ocasión de la entrega del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, mi llegada a una España que no acepta las aventuras bélicas y que rompe clausuras sociales que hieren la intimidad de las personas. Hoy celebro nuevamente a una España empeñada en rescatar su memoria histórica, único camino para construir una conciencia cívica sólida que abra las puertas al futuro. Ya no vivimos en la Grecia del siglo V antes de Cristo en que los ciudadanos eran obligados a olvidar por decreto. Esa clase de olvido es imposible. Bien lo sabemos en nuestro Cono Sur.
Para San Agustín, la memoria es un santuario vasto, sin límite, en el que se llama a los recuerdos que a uno se le antojan. Pero hay recuerdos que no necesitan ser llamados y siempre están ahí y muestran su rostro sin descanso. Es el rostro de los seres amados que las dictaduras militares desaparecieron. Pesan en el interior de cada familiar, de cada amigo, de cada compañero de trabajo, alimentan preguntas incesantes: ¿cómo murieron? ¿Quiénes lo mataron? ¿Por qué? ¿Dónde están sus restos para recuperarlos y darles un lugar de homenaje y de memoria? ¿Dónde está la verdad, su verdad? La nuestra es la verdad del sufrimiento. La de los asesinos, la cobardía del silencio. Así prolongan la impunidad de sus crímenes y la convierten en impunidad dos veces.
Enterrar a sus muertos es una ley no escrita, dice Antígona, una ley fija siempre, inmutable, que no es una ley de hoy sino una ley eterna que nadie sabe cuándo comenzó a regir. "¡Iba yo a pisotear esas leyes venerables, impuestas por los dioses, ante la antojadiza voluntad de un hombre, fuera el que fuera!", exclama. Así habla de y con los familiares de desaparecidos bajo las dictaduras militares que devastaron nuestros países. Y los hombres no han logrado aún lo que Medea pedía: curar el infortunio con el canto.
Hay quienes vilipendian este esfuerzo de memoria. Dicen que no hay que remover el pasado, que no hay que tener ojos en la nuca, que hay que mirar hacia adelante y no encarnizarse en reabrir viejas heridas. Están perfectamente equivocados. Las heridas aún no están cerradas. Laten en el subsuelo de la sociedad como un cáncer sin sosiego. Su único tratamiento es la verdad. Y luego, la justicia. Sólo así es posible el olvido verdadero. La memoria es memoria si es presente y así como Don Quijote limpiaba sus armas, hay que limpiar el pasado para que entre en su pasado. Y sospecho que no pocos de quienes preconizan la destitución del pasado en general, en realidad quieren la destitución de su pasado en particular.
Pero volviendo a algunos párrafos atrás: hay tanto que decir de Cervantes, de este hombre tan fuera del uso de los otros. De sus neologismos, por ejemplo. Salvo él, nadie vio a una persona caminar asnalmente. O llevar en la cabeza un baciyelmo. O bachillear. Don Quijote aprueba la creación de palabras nuevas, porque "esto es enriquecer la lengua, sobre quien tienen poder el vulgo y el uso". Hace unos años ciertos poetas lanzaron una advertencia en tono casi legislativo: no hay que lastimar al lenguaje, como si éste fuera río coagulado, como si los pueblos no vinieran "lastimándolo" desde que empezaron a nombrar. Cuando Lope dice "siempre mañana y nunca mañanamos" agranda el lenguaje y muestra que el castellano vive, porque sólo no cambian las lenguas que están muertas. La lengua expande el lenguaje para hablar mejor consigo misma.
Esas invenciones laten en las entrañas de la lengua y traen balbuceos y brisas de la infancia como memoria de la palabra que de afuera vino, tocó al infante en su cuna y le abrió una herida que nunca ha de cerrar. Esas palabras nuevas, ¿no son acaso una victoria contra los límites del lenguaje? ¿Acaso el aire no nos sigue hablando? ¿Y el mar, la lluvia, no tienen muchas voces? ¿Cuántas palabras aún desconocidas guardan en sus silencios? Hay millones de espacios sin nombrar y la poesía trabaja y nombra lo que no tiene nombre todavía.
Esto exige que el poeta despeje en sí caminos que no recorrió antes, que desbroce las malezas de su subjetividad, que no escuche el estrépito de la palabra impuesta, que explore los mil rostros que la vivencia abre en la imaginación, que encuentre la expresión que les dé rostro en la escritura. El internarse en sí mismo del poeta es un atrevimiento que lo expone a la intemperie. Aunque bien decía Rilke: "[...] lo que finalmente nos resguarda/es nuestra desprotección" . Ese atrevimiento conduce al poeta a un más adentro de sí que lo trasciende como ser. Es un trascender hacia sí mismo que se dirige a la verdad del corazón y a la verdad del mundo. Marina Tsvetaeva, la gran poeta rusa aniquilada por el estalinismo, recordó alguna vez que el poeta no vive para escribir. Escribe para vivir.
Discurso al recibir el Premio Cervantes
Majestades, Señor Presidente del Gobierno, Señor Ministro de Cultura, Señor Rector de la Universidad de Alcalá de Henares, autoridades estatales, autonómicas, locales y académicas, amigas, amigos, señoras y señores:
Deseo, ante todo, expresar mi agradecimiento al jurado del Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes, a la alta investidura que lo patrocina y a las instituciones que hacen posible esta honrosísima distinción, la más preciada de la lengua, que hoy se me otorga. Mi gratitud es profunda y desborda lo meramente personal. En el año 2006 se galardonó con este Premio al gran poeta español Antonio Gamoneda y en el 2007 lo recibe también un poeta, esta vez de Iberoamérica. Se premia a la poesía entonces, "que es como una doncella tierna y de poca edad y en todo extremo hermosa" para don Quijote, doncella que, dice Cervantes en "Viaje del Parnaso",
"puede pintar en la mitad del día
la noche, y en la noche más escura
el alba bella que las perlas cría...
Es de ingenio tan vivo y admirable
que a veces toca en puntos que suspenden,
por tener no se qué de inescrutable" .
A la poesía hoy se premia, como fuera premiada ayer y aun antes en este histórico Paraninfo donde voces muy altas resuenan todavía. Y es algo verdaderamente admirable en estos "Dürftiger Zeite", estos tiempos mezquinos, estos tiempos de penuria, como los calificaba Hölderin preguntándose "Wozu Dichter", para qué poetas. ¿Qué hubiera dicho hoy, en un mundo en el que cada tres segundos y medio un niño menor de 5 años muere de enfermedades curables, de hambre, de pobreza? Me pregunto cuántos habrán fallecido desde que comencé a decir estas palabras. Pero ahí está la poesía: de pie contra la muerte.
Safo habló del bello huerto en el que "un agua fresca rumorea entre las ramas de los manzanos, todo el lugar sombreado por las rosas y del ramaje tembloroso el sueño descendía", Mallarmé conoció la desnudez de los sueños dispersos, Santa Teresa recogía las imágenes y los fantasmas de los objetos que mueven apetitos, San Juan bebió el vino de amor que sólo una copa sirve, Cavalcanti vio a la mujer que hacía temblar de claridad el aire, Hildegarda de Bingen lloró las suaves lágrimas de la compunción, y tanta belleza cargada de másvida causa el temblor de todo el ser. ¿No será la palabra poética el sueño de otro sueño?
Santa Teresa y San Juan de la Cruz tuvieron para mí un significado muy particular en el exilio al que me condenó la dictadura militar argentina. Su lectura desde otro lugar me reunió con lo que yo mismo sentía, es decir, la presencia ausente de lo amado, Dios para ellos, el país del que fui expulsado para mí. Y cuánta compañía de imposible me brindaron. Ese es un destino "que no es sino morir muchas veces", comprobaba Teresa de Avila. Y yo moría muchas veces y más con cada noticia de un amigo o compañero asesinado o desaparecido que agrandaba la pérdida de lo amado. La dictadura militar argentina desapareció a 30.000 personas y cabe señalar que la palabra "desaparecido" es una sola, pero encierra cuatro conceptos: el secuestro de ciudadanas y ciudadanos inermes, su tortura, su asesinato y la desaparición de sus restos en el fuego, en el mar o en suelo ignoto. El Quijote me abría entonces manantiales de consuelo.
Lo leí por primera vez en mi adolescencia y con placer extremo después de cruzar, no sin esfuerzo, la barrera de las imposiciones escolares. Me acuciaba una pregunta: ¿cómo habrá sido el hombre, don Miguel? Conocía su vida de pobreza y sufrimiento, sus cárceles, su cautiverio en Argel, su Lepanto, los intentos fallidos de mejorar su suerte. Pero él, ¿quién era? Releía el autorretrato que trazó en el prólogo de las Novelas Ejemplares: "Este que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada" , que nada me decía, salvo la mención de sus "alegres ojos". Comprendí entonces que él era en su escritura. Me interno en ella y aún hoy creo a veces escuchar sus carcajadas cuando acostaba al Caballero de la Triste Figura en el papel. Sólo quien, desde el dolor, ha escrito con verdadero goce puede dar a sus lectores un gozo semejante. Cómico es el rostro de la tragedia cuando se mira a sí misma.
Declaro que, en verdad. quise recorrer ante ustedes, con ustedes, los trabajos de Persiles y Sigismunda, o la locura quebradiza del licenciado Vidriera, o compartir la nueva admiración y la nueva maravilla del coloquio de los perros, o el combate verdaderamente ejemplar entre los poetas malos y los buenos que tiene lugar en "Viaje del Parnaso" y en el que cualquier buen poeta podía caer herido por un pésimo soneto bien arrojado. Pero tal como la lámpara alimentada a querosén que los campesinos de mi país encienden a la noche y alrededor de la cual se sientan a cenar, cuando hay, y luego a leer, cuando hay y cuando hay ganas, y a la que mosquitos y otros seres alados acuden ciegos de luz y la calor los mata, así yo, encandilado por don Alonso Quijano, no puedo sustraerme a su fulgor.
Muchas plumas hondas y brillantes han explorado los rincones del gran libro. Por eso, parafraseando al autor, declaro sin ironía alguna que, con seguridad, este discurso carece de invención, es menguado de estilo, pobre de conceptos, falto de toda erudición y doctrina. Sólo hablo como lector devoto de Cervantes, pero quién puede describir los territorios del asombro. Con mucha suerte y perspicacia, es posible apenas sentarse a la sombra de lo que siempre calla.
Cervantes se instala en un supuesto pasado de nobleza e hidalguía para criticar las injusticias de su época, que son las mismas de hoy: la pobreza, la opresión, la corrupción arriba y la impotencia abajo, la imposibilidad de mejorar los tiempos de penuria que Hölderlin nombró. Se burla de ese intento de cambio y se burla de esa burla porque sabe que jamás será posible terminar con la utopía, recortar la capacidad de sueño y de deseo de los seres humanos. Cervantes inventó la primera novela moderna, que contiene y es madre de todas las novedades posteriores, de Kafka a Joyce. Y cuando en pleno siglo XX Michel Foucault encuentra en Raymond Roussel las características de la novela moderna, éstas: "el espacio, el vacío, la muerte, la transgresión, la distancia, el delirio, el doble, la locura, el simulacro, la fractura del sujeto", uno se pregunta ¿qué? ¿No existe todo eso, y más, en la escritura de Cervantes?
Su modernidad no se limita a un singular universo literario. La más humana es un espejo en el que podemos aún mirarnos sin deformaciones en este siglo XXI. Dice Don Quijote: "Bien hayan aquellos benditos siglos que carecieron de la espantable furia de aquestos endemoniados instrumentos de la artillería a cuyo inventor tengo para mí que en el infierno se le está dando el premio de su diabólica invención, con la cual dio causa que un infame y cobarde brazo quite la vida a un valeroso caballero, y que sin saber cómo o por dónde, en la mitad del coraje y brío que enciende y anima a los valientes pechos, llega una desmandada bala (disparada de quien quizá huyó y se espantó del resplandor que hizo el fuego al disparar la maldita máquina) y corta y acaba en un instante los pensamientos y la vida de quien la merecía gozar luengos siglos".
Desde el lugar de presunto caballero andante quejoso de que las armas de fuego hayan sustituido a las espadas, y que una bala lejana torne inútil el combate cuerpo a cuerpo, Don Quijote destaca un hecho que ha modificado por completo la concepción de la muerte en Occidente: es la aparición de la muerte a distancia, cada vez más segura para el que mata, cada vez más terrible para el que muere. Pasaron al olvido las ceremonias públicas y organizadas que presidía el mismo agonizante en su lecho: la despedida de los familiares, los amigos, los vecinos, el dictado del testamento ante los deudos. La muerte hospitalizada llega hoy con un cortejo de silencios y mentiras. Y qué decir de los 200.000 civiles de Hiroshima que el coronel Paul Tobbets aniquiló desde la altura apretando un simple botón. Piloteaba un aparato que bautizó con el nombre de su madre, arrojó la bomba atómica y después durmió tranquilo todas las noches, dijo. Pocos conocen el nombre de las víctimas cuya vida el coronel había segado. La muerte se ha vuelto anónima y hay algo peor: hoy mismo centenares de miles de seres humanos son privados de la muerte propia. Así se da en Irak.
Creo, sin embargo, como el historiador y filósofo Juan Carlos Rodríguez, que el Quijote es una gran novela de amor. Del amor imposible. En el amor se da lo que no se tiene y se recibe lo que no se da y ahí está la presencia del ser amado nunca visto, el amor a un mundo más humano nunca visto y torpemente entrevisto, el amor a una mujer que no es y a una justicia para
todos que no es. Son amores diferentes pero se juntan en un haz de fuego. ¿Y acaso no quisimos hacer quijotadas en alguna ocasión, ayudar a los flacos y menesterosos? ¿Luchando contra molinos de aspas de acero, que ya no de madera? ¿Despanzurrando odres de vino en vez de enfrentar a los dueños del dolor ajeno? ¿"En este valle de lágrimas, en este mal mundo que tenemos -dice Sancho-, donde apenas se halla cosa que esté sin mezcla de maldad, embuste y bellaquería"?
He celebrado hace dos años, con ocasión de la entrega del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, mi llegada a una España que no acepta las aventuras bélicas y que rompe clausuras sociales que hieren la intimidad de las personas. Hoy celebro nuevamente a una España empeñada en rescatar su memoria histórica, único camino para construir una conciencia cívica sólida que abra las puertas al futuro. Ya no vivimos en la Grecia del siglo V antes de Cristo en que los ciudadanos eran obligados a olvidar por decreto. Esa clase de olvido es imposible. Bien lo sabemos en nuestro Cono Sur.
Para San Agustín, la memoria es un santuario vasto, sin límite, en el que se llama a los recuerdos que a uno se le antojan. Pero hay recuerdos que no necesitan ser llamados y siempre están ahí y muestran su rostro sin descanso. Es el rostro de los seres amados que las dictaduras militares desaparecieron. Pesan en el interior de cada familiar, de cada amigo, de cada compañero de trabajo, alimentan preguntas incesantes: ¿cómo murieron? ¿Quiénes lo mataron? ¿Por qué? ¿Dónde están sus restos para recuperarlos y darles un lugar de homenaje y de memoria? ¿Dónde está la verdad, su verdad? La nuestra es la verdad del sufrimiento. La de los asesinos, la cobardía del silencio. Así prolongan la impunidad de sus crímenes y la convierten en impunidad dos veces.
Enterrar a sus muertos es una ley no escrita, dice Antígona, una ley fija siempre, inmutable, que no es una ley de hoy sino una ley eterna que nadie sabe cuándo comenzó a regir. "¡Iba yo a pisotear esas leyes venerables, impuestas por los dioses, ante la antojadiza voluntad de un hombre, fuera el que fuera!", exclama. Así habla de y con los familiares de desaparecidos bajo las dictaduras militares que devastaron nuestros países. Y los hombres no han logrado aún lo que Medea pedía: curar el infortunio con el canto.
Hay quienes vilipendian este esfuerzo de memoria. Dicen que no hay que remover el pasado, que no hay que tener ojos en la nuca, que hay que mirar hacia adelante y no encarnizarse en reabrir viejas heridas. Están perfectamente equivocados. Las heridas aún no están cerradas. Laten en el subsuelo de la sociedad como un cáncer sin sosiego. Su único tratamiento es la verdad. Y luego, la justicia. Sólo así es posible el olvido verdadero. La memoria es memoria si es presente y así como Don Quijote limpiaba sus armas, hay que limpiar el pasado para que entre en su pasado. Y sospecho que no pocos de quienes preconizan la destitución del pasado en general, en realidad quieren la destitución de su pasado en particular.
Pero volviendo a algunos párrafos atrás: hay tanto que decir de Cervantes, de este hombre tan fuera del uso de los otros. De sus neologismos, por ejemplo. Salvo él, nadie vio a una persona caminar asnalmente. O llevar en la cabeza un baciyelmo. O bachillear. Don Quijote aprueba la creación de palabras nuevas, porque "esto es enriquecer la lengua, sobre quien tienen poder el vulgo y el uso". Hace unos años ciertos poetas lanzaron una advertencia en tono casi legislativo: no hay que lastimar al lenguaje, como si éste fuera río coagulado, como si los pueblos no vinieran "lastimándolo" desde que empezaron a nombrar. Cuando Lope dice "siempre mañana y nunca mañanamos" agranda el lenguaje y muestra que el castellano vive, porque sólo no cambian las lenguas que están muertas. La lengua expande el lenguaje para hablar mejor consigo misma.
Esas invenciones laten en las entrañas de la lengua y traen balbuceos y brisas de la infancia como memoria de la palabra que de afuera vino, tocó al infante en su cuna y le abrió una herida que nunca ha de cerrar. Esas palabras nuevas, ¿no son acaso una victoria contra los límites del lenguaje? ¿Acaso el aire no nos sigue hablando? ¿Y el mar, la lluvia, no tienen muchas voces? ¿Cuántas palabras aún desconocidas guardan en sus silencios? Hay millones de espacios sin nombrar y la poesía trabaja y nombra lo que no tiene nombre todavía.
Esto exige que el poeta despeje en sí caminos que no recorrió antes, que desbroce las malezas de su subjetividad, que no escuche el estrépito de la palabra impuesta, que explore los mil rostros que la vivencia abre en la imaginación, que encuentre la expresión que les dé rostro en la escritura. El internarse en sí mismo del poeta es un atrevimiento que lo expone a la intemperie. Aunque bien decía Rilke: "[...] lo que finalmente nos resguarda/es nuestra desprotección" . Ese atrevimiento conduce al poeta a un más adentro de sí que lo trasciende como ser. Es un trascender hacia sí mismo que se dirige a la verdad del corazón y a la verdad del mundo. Marina Tsvetaeva, la gran poeta rusa aniquilada por el estalinismo, recordó alguna vez que el poeta no vive para escribir. Escribe para vivir.
viernes, 18 de abril de 2008
AYMARA AYMERICH: DIGO LO QUE DIGO.
Por Aymara Aymerich
Debo dirigirme a un auditorio, hecho que siempre me incomoda. Debo disertar sobre cierta promoción de jóvenes poetas insulares de la cual, sin dudas, formo parte: Presentarla como un animalito vivo y rozagante; establecer en su interior, y de cara a los escuchas, alguna feliz categoría que la vuelva, justamente, presentable; formular una suerte de posología conveniente para sus consumidores potenciales. O sea, debo proceder de forma tal que un conjunto de muchachos nacidos en Cuba, a partir de los setenta, parezca una promoción, literaria, como es obvio. Esto me resulta complejo e inquietante porque es, cuando menos, peligroso para mí. Ocupar de manera simultánea el estrado y el banquillo es, incuestionablemente, una variante del peligro; me ubica en una posición muy delicada y confiere un carácter sospechoso a la totalidad de mi discurso.
Sólo puedo, entonces, entregarme a la buena voluntad del auditorio, apelar a su paciencia, y especular descartando la soberbia, si ello es posible, desde la humildad. De igual modo, me exijo aventurar ideas de las cuales no quiera arrepentirme en el futuro. Mi estatus, por lo tanto, continúa siendo impeorable. Todo me sitúa en desventaja, y tal postura siempre me apabulla. Pero, afortunadamente, el sentido del deber jamás gozó de nitidez entre poetas, más bien, ha sido impopular. Así, puedo proyectar mi propia ordenación del universo de las formas menos ortodoxas; hasta permitirme algún capricho, y sólo hablar de mis amigos, los que escriben, y quizás algo de mí. La generalidad de los poetas somos bastante caprichosos.
Un punto de partida irrefutable es que en los ochenta éramos pequeños. Nuestra infancia, como muchas, fue la más hermosa y divertida, transcurrió en un país recién institucionalizado, donde todo era factible, incluido el hombre nuevo. Tuvimos juegos cándidos y juguetes racionados, pero la magia cotidiana era innegable. Fuimos, más que infantes retozones, pioneros responsables, pues en Cuba no se es niño y ya, se es también pionero hasta la temprana adolescencia. Aspirábamos a ser solidarios y vanguardias, autocríticos y críticos, abanderados del 2000, caballeritos proletarios… Asistíamos limpios y puntuales al matutino de la escuela. En las aulas aprendimos Matemática, Español, Ciencias Naturales, Historia o Geografía, por ejemplo; más asignaturas con nombres y conceptos asombrosos como Vida Política de mi Patria, Trabajo Socialmente Útil o Idioma Ruso, que contribuían a forjarnos. Vimos, además, a los padres partir hacia la guerra en África, hacia Miami en yates, o quedarse en la isla ufanamente construyendo el socialismo. Mas nosotros, a la vuelta de unos años, seríamos casi el Che Guevara. Esas, entre otras tantas cosas, las recuerdo y nos definen, generacionalmente hablando, como mismo aquellas pañoletas que lucíamos con nuestros uniformes pioneriles y los dibujos animados rusos, cada día, a las seis en punto de la tarde.
Crecimos en un país atípico, l.q.q.d., lleno de circunstancias especiales, donde a cada instante se vivía un momento histórico, crucial para el mañana. De una parte, un gran imperio paternal nos amaba y protegía; de la otra, un gran imperio hostil nos bloqueaba y agredía. Los soviets y los yanquis. Un esquema contra otro, viceversa. Y nuestra patria, enérgica, contemplándonos orgullosa, en el epicentro de aquella colosal tensión, distribuyendo salud y enseñanza gratuitas, rectificando errores y tendencias negativas, haciéndonos felices… Creo que esas gruesas pinceladas ilustran, representan el escenario donde tuvo lugar nuestra niñez; aunque justo es admitir que, por razones evidentes, omito una multiplicidad incalculable de trazos y matices.
Algo, no obstante, colapsó por el camino. Digo yo que el muro de Berlín, la URSS y la integridad del campo socialista cuando despedíamos los ochenta. Y mi isla, la mayor de las Antillas, quedó sola. Inamovible, y sincrónicamente, a la deriva. Llegaron los noventa y con ellos sobrevino la mordaz adolescencia. Nosotros y toda la nación unidos en el arduo proceso de los cambios, adoleciendo. La de los noventa, ciertamente, fue una historia diferente. No voy a resumirla; no puedo por mucho que quisiera. O, mejor, desde la franqueza más lozana: no me gustaría, por mucho que quisiera. Sólo acoto que, para mí, fue una década larga y extenuante, donde cada año semejó casi una década en sí mismo.
Imagino que en algún momento puntual de ese período, nos llegó también la poesía o el deseo vehemente de escribirla. Y eso hicimos, cada cual desde su flanco. Ahora me pregunto si la crisis —con su natural dosis de escepticismo y desconcierto—, detonó una espiritualidad endémica en nosotros, atendiendo a que los primeros textos publicados de mi promoción la excluyen por completo; son casi foráneos, en cuanto ignoran la praxis angustiante que padecía el país.
La angustia, sin embargo, sí podía constatarse en aquellos poemas como evento individual. Cada uno de nosotros fue capaz de deslindar la suya, de otorgarle rostro, articularla, y propagarla luego en los papeles. Algunos, como yo, la llevaron hasta el paroxismo. Así, los versos primigenios están colmados de obsesiones no muy alentadoras. En ellos hay miedo y muerte, hay luz asomada por momentos, por rendijas, hay oscuridad que precisa transgredirse cuanto antes, por lo tanto, hay estertores, golpes, lloros, avalanchas, fugas, ofensas, mutaciones… y sangre fluyendo hacia disímiles destinos. Plasma temperamental o contemplativo, marginal o conspicuo, sano o pútrido, pero libre en su hermetismo, bajo cualquier cualidad.
Mucho más que dejarme sorprender por la invasión de un elemento tan fuerte, como lo es la sangre, tiñendo de púrpura la habitual imagen nívea de la libertad, prefiero impresionarme por la solemnidad con que parece haber sido escrita nuestra obra inicial. Creo que pocas veces hemos asumido el ejercicio de la poesía como un divertimento.
Independiente a la hechura de los textos y al pulso de sus autores en aquella época, se advierte en los poetas cierta formalidad o compromiso ante la aproximación del acto poético. Y digo formalidad, compromiso, sin que ello implique el acatamiento de normas protocolares estériles. Más bien —y si se me permiten abstracciones—, con tal comportamiento pretendíamos simpatizarle a la escritura, mostrarnos galantes para ella; seducirla, ya que su conquista figura ser mucho más difícil. Eso procurábamos, pienso yo: que la creación nos distinguiera y que optase por nosotros, que confiara atrevidamente y accediera presta a nuestras cuantiosas demandas. Sólo eso: una relación brillante y sempiterna con las letras, una hermosa compañía pertinaz que en algo compensara nuestra angustia.
Es curiosa esta especie de respeto ante el “oficio” pues discorda con otros modales, sutilmente heterodoxos, que solemos manejar mis congéneres y yo con mayor o menor fortuna. Me reservo los detalles al respecto. Si existiera entre nosotros alguna cepa de “malditos”, será importante que alguien más calificado la descubra en el futuro. Por ende, sólo expongo aquí un rasgo distintivo —maldito, según el dictamen de inspirados críticos—, o quizás un recurso necesario, o ambos, que ya es cómodamente perceptible entre nosotros: no somos una promoción fundacional.
Nada, excepto algún que otro licor, nos nuclea como grupo. No ambicionamos roles protagónicos, escenarios exclusivos, lunetas estratégicas. Jamás nos deslumbró matricular en los gimnasios literarios precedentes. No nos influyen estilos o tendencias homogéneamente. Nunca hemos insinuado una plataforma ideoestética, de manera colectiva, que nos valga de soporte. Ni tendremos, supongo, nuestro manifiesto literario, nuestra revista cultural, nuestro evento polémico, nuestro epistolario lírico, nuestro escándalo… Tampoco nos afecta o interesa demasiado, pues únicamente rastreamos la voz propia y por asirla seríamos capaces de ignorar cualquier conglomerado.
Decididamente somos holgazanes para la convivencia literaria. La conducta social, el “lobby”, que tipifica al escritor —como se comprende hasta hoy— creo que provoca en nosotros cierta suspicacia, y a ratos, apatía. Será educado o no, pero casi puedo asegurar que es la realidad. Tal parece, a estas alturas, que de ningún modo estaremos ordenados para ser una promoción muy aportadora, que el debate sociocultural del país o su comunidad intelectual no debe esperar mucho de nosotros, ni siquiera esperar mucho por nosotros.
Deben existir cientos de causas que expliquen tal fenómeno, extraliterarias sobre todo, cercanas a la sociología. Somos poetas todavía jóvenes muy semejantes a esta época cubana, con un alto sentido de pertenencia generacional. Hemos gozado a la vez, y desprejuiciadamente, con Herman Hesse y los Van Van, con El Anticristo y La Edad de Oro, con Sovietsportfilm y Disney, con Brodsky y Les Luthiers, con la semiótica y el dominó, incluso, sabemos tolerar el reggaeton. La poesía, como mencioné, está caramente vinculada con la angustia, por eso al encontrarnos preferimos disfrutar, invitarnos a un café o a unas libaciones, lucir nuestro excelente humor; pero no apostar jamás por la noción de que la vida es literatura.
Declinamos lo social discretamente, es decir, los compromisos puntuales, las referencias constantes, la etiqueta… Somos inconstantes para las actividades culturales: aparecemos con cierta intermitencia en ellas y no permanecemos demasiado rato en un lugar o estado. No dudo, entonces, que podamos parecer justamente lo contrario a lo que han esperado de nosotros los mayores; o lo que implica más, a veces actuamos como si quisiéramos demostrarlo fehacientemente. Quizás sólo padecemos esa cuasi malcriadez típica de los bardos finiseculares, acrecentada en nuestro caso por la eventualidad de ser “finimilenares”.
Algún sector atento de la crítica nos ha catalogado de autistas y de epígonos, en cambio, no hemos reaccionado, al menos de manera pública. Yo, advierto lo siguiente: no existe preocupación en nosotros por criterios que, aunque resultasen atinados, definitivamente son mutables y precoces. En tal sentido, pienso que nos complace más la ley darwiniana de la selección natural. Ya el tiempo hará, con la eficacia acostumbrada, su trabajo. Mientras, no solicitamos ser catalogados como algo.
Todo lo que he dicho puede describir, apretadamente, a nuestra promoción. Yo he tratado de atenuar lo más posible el margen de error que conlleva un experimento de esta naturaleza. Nuestra intención no es descubrir zonas ultra novedosas en el quehacer poético, sino hacernos rodear del verso y los amigos con familiaridad. Y auténticos, francos, rigurosos, sí somos, y bastante, con nuestra creación. Este simulacro de desgobierno que se aprecia, esta urgencia por lo individual e independiente, sólo pudiera comprenderse como acciones primerizas emprendidas por nosotros para armar cierto sendero con una orientación ínfima hacia un paraje agradecido, benevolente, y humano, demasiado humano.
AYMARA AYMERICH
En el Zócalo, México D.F., octubre 8 y 2006.
Publicado originalmente en la revista Archipiélago, México D.F., 2007.
Debo dirigirme a un auditorio, hecho que siempre me incomoda. Debo disertar sobre cierta promoción de jóvenes poetas insulares de la cual, sin dudas, formo parte: Presentarla como un animalito vivo y rozagante; establecer en su interior, y de cara a los escuchas, alguna feliz categoría que la vuelva, justamente, presentable; formular una suerte de posología conveniente para sus consumidores potenciales. O sea, debo proceder de forma tal que un conjunto de muchachos nacidos en Cuba, a partir de los setenta, parezca una promoción, literaria, como es obvio. Esto me resulta complejo e inquietante porque es, cuando menos, peligroso para mí. Ocupar de manera simultánea el estrado y el banquillo es, incuestionablemente, una variante del peligro; me ubica en una posición muy delicada y confiere un carácter sospechoso a la totalidad de mi discurso.
Sólo puedo, entonces, entregarme a la buena voluntad del auditorio, apelar a su paciencia, y especular descartando la soberbia, si ello es posible, desde la humildad. De igual modo, me exijo aventurar ideas de las cuales no quiera arrepentirme en el futuro. Mi estatus, por lo tanto, continúa siendo impeorable. Todo me sitúa en desventaja, y tal postura siempre me apabulla. Pero, afortunadamente, el sentido del deber jamás gozó de nitidez entre poetas, más bien, ha sido impopular. Así, puedo proyectar mi propia ordenación del universo de las formas menos ortodoxas; hasta permitirme algún capricho, y sólo hablar de mis amigos, los que escriben, y quizás algo de mí. La generalidad de los poetas somos bastante caprichosos.
Un punto de partida irrefutable es que en los ochenta éramos pequeños. Nuestra infancia, como muchas, fue la más hermosa y divertida, transcurrió en un país recién institucionalizado, donde todo era factible, incluido el hombre nuevo. Tuvimos juegos cándidos y juguetes racionados, pero la magia cotidiana era innegable. Fuimos, más que infantes retozones, pioneros responsables, pues en Cuba no se es niño y ya, se es también pionero hasta la temprana adolescencia. Aspirábamos a ser solidarios y vanguardias, autocríticos y críticos, abanderados del 2000, caballeritos proletarios… Asistíamos limpios y puntuales al matutino de la escuela. En las aulas aprendimos Matemática, Español, Ciencias Naturales, Historia o Geografía, por ejemplo; más asignaturas con nombres y conceptos asombrosos como Vida Política de mi Patria, Trabajo Socialmente Útil o Idioma Ruso, que contribuían a forjarnos. Vimos, además, a los padres partir hacia la guerra en África, hacia Miami en yates, o quedarse en la isla ufanamente construyendo el socialismo. Mas nosotros, a la vuelta de unos años, seríamos casi el Che Guevara. Esas, entre otras tantas cosas, las recuerdo y nos definen, generacionalmente hablando, como mismo aquellas pañoletas que lucíamos con nuestros uniformes pioneriles y los dibujos animados rusos, cada día, a las seis en punto de la tarde.
Crecimos en un país atípico, l.q.q.d., lleno de circunstancias especiales, donde a cada instante se vivía un momento histórico, crucial para el mañana. De una parte, un gran imperio paternal nos amaba y protegía; de la otra, un gran imperio hostil nos bloqueaba y agredía. Los soviets y los yanquis. Un esquema contra otro, viceversa. Y nuestra patria, enérgica, contemplándonos orgullosa, en el epicentro de aquella colosal tensión, distribuyendo salud y enseñanza gratuitas, rectificando errores y tendencias negativas, haciéndonos felices… Creo que esas gruesas pinceladas ilustran, representan el escenario donde tuvo lugar nuestra niñez; aunque justo es admitir que, por razones evidentes, omito una multiplicidad incalculable de trazos y matices.
Algo, no obstante, colapsó por el camino. Digo yo que el muro de Berlín, la URSS y la integridad del campo socialista cuando despedíamos los ochenta. Y mi isla, la mayor de las Antillas, quedó sola. Inamovible, y sincrónicamente, a la deriva. Llegaron los noventa y con ellos sobrevino la mordaz adolescencia. Nosotros y toda la nación unidos en el arduo proceso de los cambios, adoleciendo. La de los noventa, ciertamente, fue una historia diferente. No voy a resumirla; no puedo por mucho que quisiera. O, mejor, desde la franqueza más lozana: no me gustaría, por mucho que quisiera. Sólo acoto que, para mí, fue una década larga y extenuante, donde cada año semejó casi una década en sí mismo.
Imagino que en algún momento puntual de ese período, nos llegó también la poesía o el deseo vehemente de escribirla. Y eso hicimos, cada cual desde su flanco. Ahora me pregunto si la crisis —con su natural dosis de escepticismo y desconcierto—, detonó una espiritualidad endémica en nosotros, atendiendo a que los primeros textos publicados de mi promoción la excluyen por completo; son casi foráneos, en cuanto ignoran la praxis angustiante que padecía el país.
La angustia, sin embargo, sí podía constatarse en aquellos poemas como evento individual. Cada uno de nosotros fue capaz de deslindar la suya, de otorgarle rostro, articularla, y propagarla luego en los papeles. Algunos, como yo, la llevaron hasta el paroxismo. Así, los versos primigenios están colmados de obsesiones no muy alentadoras. En ellos hay miedo y muerte, hay luz asomada por momentos, por rendijas, hay oscuridad que precisa transgredirse cuanto antes, por lo tanto, hay estertores, golpes, lloros, avalanchas, fugas, ofensas, mutaciones… y sangre fluyendo hacia disímiles destinos. Plasma temperamental o contemplativo, marginal o conspicuo, sano o pútrido, pero libre en su hermetismo, bajo cualquier cualidad.
Mucho más que dejarme sorprender por la invasión de un elemento tan fuerte, como lo es la sangre, tiñendo de púrpura la habitual imagen nívea de la libertad, prefiero impresionarme por la solemnidad con que parece haber sido escrita nuestra obra inicial. Creo que pocas veces hemos asumido el ejercicio de la poesía como un divertimento.
Independiente a la hechura de los textos y al pulso de sus autores en aquella época, se advierte en los poetas cierta formalidad o compromiso ante la aproximación del acto poético. Y digo formalidad, compromiso, sin que ello implique el acatamiento de normas protocolares estériles. Más bien —y si se me permiten abstracciones—, con tal comportamiento pretendíamos simpatizarle a la escritura, mostrarnos galantes para ella; seducirla, ya que su conquista figura ser mucho más difícil. Eso procurábamos, pienso yo: que la creación nos distinguiera y que optase por nosotros, que confiara atrevidamente y accediera presta a nuestras cuantiosas demandas. Sólo eso: una relación brillante y sempiterna con las letras, una hermosa compañía pertinaz que en algo compensara nuestra angustia.
Es curiosa esta especie de respeto ante el “oficio” pues discorda con otros modales, sutilmente heterodoxos, que solemos manejar mis congéneres y yo con mayor o menor fortuna. Me reservo los detalles al respecto. Si existiera entre nosotros alguna cepa de “malditos”, será importante que alguien más calificado la descubra en el futuro. Por ende, sólo expongo aquí un rasgo distintivo —maldito, según el dictamen de inspirados críticos—, o quizás un recurso necesario, o ambos, que ya es cómodamente perceptible entre nosotros: no somos una promoción fundacional.
Nada, excepto algún que otro licor, nos nuclea como grupo. No ambicionamos roles protagónicos, escenarios exclusivos, lunetas estratégicas. Jamás nos deslumbró matricular en los gimnasios literarios precedentes. No nos influyen estilos o tendencias homogéneamente. Nunca hemos insinuado una plataforma ideoestética, de manera colectiva, que nos valga de soporte. Ni tendremos, supongo, nuestro manifiesto literario, nuestra revista cultural, nuestro evento polémico, nuestro epistolario lírico, nuestro escándalo… Tampoco nos afecta o interesa demasiado, pues únicamente rastreamos la voz propia y por asirla seríamos capaces de ignorar cualquier conglomerado.
Decididamente somos holgazanes para la convivencia literaria. La conducta social, el “lobby”, que tipifica al escritor —como se comprende hasta hoy— creo que provoca en nosotros cierta suspicacia, y a ratos, apatía. Será educado o no, pero casi puedo asegurar que es la realidad. Tal parece, a estas alturas, que de ningún modo estaremos ordenados para ser una promoción muy aportadora, que el debate sociocultural del país o su comunidad intelectual no debe esperar mucho de nosotros, ni siquiera esperar mucho por nosotros.
Deben existir cientos de causas que expliquen tal fenómeno, extraliterarias sobre todo, cercanas a la sociología. Somos poetas todavía jóvenes muy semejantes a esta época cubana, con un alto sentido de pertenencia generacional. Hemos gozado a la vez, y desprejuiciadamente, con Herman Hesse y los Van Van, con El Anticristo y La Edad de Oro, con Sovietsportfilm y Disney, con Brodsky y Les Luthiers, con la semiótica y el dominó, incluso, sabemos tolerar el reggaeton. La poesía, como mencioné, está caramente vinculada con la angustia, por eso al encontrarnos preferimos disfrutar, invitarnos a un café o a unas libaciones, lucir nuestro excelente humor; pero no apostar jamás por la noción de que la vida es literatura.
Declinamos lo social discretamente, es decir, los compromisos puntuales, las referencias constantes, la etiqueta… Somos inconstantes para las actividades culturales: aparecemos con cierta intermitencia en ellas y no permanecemos demasiado rato en un lugar o estado. No dudo, entonces, que podamos parecer justamente lo contrario a lo que han esperado de nosotros los mayores; o lo que implica más, a veces actuamos como si quisiéramos demostrarlo fehacientemente. Quizás sólo padecemos esa cuasi malcriadez típica de los bardos finiseculares, acrecentada en nuestro caso por la eventualidad de ser “finimilenares”.
Algún sector atento de la crítica nos ha catalogado de autistas y de epígonos, en cambio, no hemos reaccionado, al menos de manera pública. Yo, advierto lo siguiente: no existe preocupación en nosotros por criterios que, aunque resultasen atinados, definitivamente son mutables y precoces. En tal sentido, pienso que nos complace más la ley darwiniana de la selección natural. Ya el tiempo hará, con la eficacia acostumbrada, su trabajo. Mientras, no solicitamos ser catalogados como algo.
Todo lo que he dicho puede describir, apretadamente, a nuestra promoción. Yo he tratado de atenuar lo más posible el margen de error que conlleva un experimento de esta naturaleza. Nuestra intención no es descubrir zonas ultra novedosas en el quehacer poético, sino hacernos rodear del verso y los amigos con familiaridad. Y auténticos, francos, rigurosos, sí somos, y bastante, con nuestra creación. Este simulacro de desgobierno que se aprecia, esta urgencia por lo individual e independiente, sólo pudiera comprenderse como acciones primerizas emprendidas por nosotros para armar cierto sendero con una orientación ínfima hacia un paraje agradecido, benevolente, y humano, demasiado humano.
AYMARA AYMERICH
En el Zócalo, México D.F., octubre 8 y 2006.
Publicado originalmente en la revista Archipiélago, México D.F., 2007.
martes, 15 de abril de 2008
Aires de Annia, luz de Marcelo, y viceversa
Osmany Oduardo G.
Una lectura de poesía, o sea, un grupo de personas reunidas en torno a uno o varios poetas que leen sus poemas, o el poeta que lee rodeado de un grupo de personas. Todo depende del punto de vista con que se mire. Debe sucederle a casi todos los poetas: a veces se quiere ser parte de la audiencia, escapar a la responsabilidad de ser escuchado, de ser el centro de algo, de saberse en el ruedo a la vera de posibles juicios acerca de lo que se acaba de leer. Debe sucederle a casi todos los que van a un recital de poesía: a veces se quiere estar al frente, leyendo, ser el autor si es que los poemas son buenos, de esos que dejan en la piel un sabor difícil de quitar, de esos que, al final del encuentro, todavía flotan en el ambiente colonial del patio del Palacio del Segundo Cabo, donde, después de un pequeño receso precedido por la Feria del Libro, el espacio Aire de Luz reabrió sus puertas. Basilia Papastamatíu, como siempre, la anfitriona.
Esta vez los poetas invitados fueron Annia Alejo y Marcelo Morales. Si en “aires” pasados, generalmente lo que estimulaba la lectura y el acto de escucharla era la diferencia entre los poetas y poéticas, con sus posibles puntos de contacto, este jueves fuimos testigos de una casual sintonía, con esas inevitables diferencias. Muy cercanos en términos de generaciones (sin caer en la torpeza de querer ubicarlos en generación alguna, sin tender a la banal etiqueta) a ellos los separan, sencillamente, unas cuantas provincias, esa distancia geográfica que puede ser burlada por ese extraño engranaje de sensibilidades y sucesos que es la poesía. Annia Alejo, nacida en Guantánamo en 1975, escribe desde la contención. Su nombre ya es conocido en el panorama de las letras cubanas gracias a la publicación de su obra en revistas y antologías –A salvo en el estío (2002) y Palabras en la arena (2006)–, pero sobre todo cuando alcanzó una mención en el Premio Nosside Caribe. No le preocupa publicar, o al menos no la ataca la fiebre esa de querer convertir en letra impresa todo lo que escribe. Sin embargo, ya va siendo hora de que los lectores cubanos puedan leer un libro de esta autora cuyos poemas parten de un intimismo inusitado y rozan, a veces, una violencia, digamos, doméstica. Detrás de ese cuidado uso del lenguaje puede haber imágenes ásperas. Su poesía es una poesía de circunstancias. La de Marcelo (La Habana, 1973) es más bien una poética de sucesos, pero no los grandes sucesos, sino más bien todo aquello que, en su aparente simpleza, afecta la existencia del ser humano. Su visión filosófica de que la cotidianidad constituye una realidad aplastante es lo que viene a conformar su obra. Hay una impresionante economía del lenguaje en su poesía y en ello radica la fuerza que adquieren textos como ese que fue desgranando con ritmo pausado, lento, ante un público que lo escuchaba entre la tranquilidad y el desconcierto de descubrir que las pequeñas cosas de la cotidianidad pueden resultar abrumadoras. Ganador del Premio Pinos Nuevos, del Premio La Gaceta de Cuba en dos ocasiones y más recientemente del Pen Club de Puerto Rico, Marcelo ha publicado los poemarios Cinema (Letras Cubanas), El mundo como objeto (Unión) y El círculo mágico (Letras Cubanas), así como la noveleta La espiral.
Para cambiar el tono, romper con la rutina habitual del espacio, los poetas decidieron leer una sola vez, sobre todo porque Marcelo se lanzaría con un poema extenso que él cataloga como un libro, sin tomar demasiado en cuenta las reglas de lo que debe ser un volumen en tanto extensión. Después de eso no hubo preguntas, sino palabras de elogio por parte de los poetas Lina de Feria (quien había escrito en un artículo publicado en CubaLiteraria que Marcelo “está entre los mejores autores jóvenes y sabemos que en sus próximas obras su poder de gratificarnos con mundos inventados y conflictos dramáticos seguirá dándonos ese lugar específico de valor y buen gusto”), René Coira, Roberto Manzano y José Luis Moreno del Toro. Todos celebraron la profundidad de la obra de estos dos poetas que vienen a ubicarse como dos de las voces más interesantes de la literatura cubana de estos tiempos.
Aire de Luz sigue siendo un espacio que contribuye, de cierto modo, a tomarle el pulso a la poesía cubana actual.
De Annia Alejo:
OTRA EXTENSIÓN DE LA REALIDAD
Qué haríamos sin las imágenes,
sin este descender de emociones y calientes apetitos
que se instalan serenos, de la misma manera
que el agua atraviesa el cadáver de un animal
expuesto largamente a la lluvia
y repasa sus vísceras, entablando una comunicación
entre sangre y transparencia.
En lo más bajo de la hondonada
debiéramos esperar de pie y desnudos
a los caballos en su carrera, cuando acuden unidos
a la invasión del agua sobre los campos yermos.
Incorporarnos al animal en plena escapada o avance,
alma que no se inclina por el sometimiento
sino a la inquietud del latido,
a la respiración que arma los templos y los nombres,
libertad inconsciente que absorbe los fragmentos
de la tierra, contra la piel endurecida en el cambio.
Agua y bestia son espacios de avance,
movimiento en el agua y equilibrio en la bestia
que en su lucha preserva el tránsito.
La bestia se deforma en la muerte, otorga su integridad
al agua, y luego seca ofrece su contenido al árbol.
Yo mastico la fruta y no asumo el orden arbitrario
que cierra la espiral y empequeñece.
De imágenes construyo la casa que nunca habité,
para que sean propicios los vientos
y desarmen el presente continuo,
y se mueva el músculo de mi padre,
y se abra el pecho de mis otros
ajenos familiares, fuera ya del letargo
que imponen los días sin trabajo.
Porque no creo en la palabra
sin objeto viviente que le calce el sonido.
Mi familia, que vivió tierra adentro,
no conocía las utilidades del océano
e imaginaban un progresivo desembarco
de cargas y de hombres.
Aceptemos la reminiscencia, la marea alta
y el mediodía, los cadáveres, la descomposición
y el polvo, la purificación dentro del fuego
que abastecen nuestros fantasmas.
De Marcelo Morales:
Tout pure, tout centre, sous toi
René Daumal
1
¿Cuántas veces amaste, sin que este acto tuviera la menor consecuencia?
el círculo de la vida seguía conteniéndote,
las horas en el tiempo continuaban,
y tú detrás de alguna mesa, creías visualizar un centro,
el estado de abandono en que existen los objetos, cuando el miedo a ese vacío,
se hace sereno.
Inmóvil como el cuerpo de una taza, como la tarde misma.
¿Cuántas veces, en la radio, escuchaste esas palabras,
cuando el terror a la muerte rompía tu existencia?
Los límites de la vida te atrapaban.
Entonces creías que el mundo era perfecto.
Que la misma lluvia caería para siempre.
La luz del mundo, rozaba la forma de su cara,
y tú, tratabas de quebrar el tiempo, tratabas de quebrarlo.
El cuerpo del espacio te envolvía,
La luz de algo terrible te cegaba, la luz de algo perfecto.
Tú querías ser, tú querías ser, pero el hueco era profundo, tú querías ser,
tú querías ser, pero el ojo te negaba, trataba de arrastrarte a un infinito,
de arrastrarte a una sustancia, toda pura, toda pura, menos tú.
2
Recuerda la condición profunda del espíritu,
los momentos en que viste tu rostro reflejado en un espejo
y te volviste muchas cosas y ninguna,
los momentos en que supiste que no eras,
los momentos en que supiste que lo único que no cambiaba,
era que todo cambiaba, que lo único inamovible era que todo se mueve. La ley. Recuerda las mañanas en que hizo frío y caminaste cerca de un muro y estabas solo y estabas triste, y pensaste. Querías eso que eras cuando no eras, tu Yo profundo, tu Yo, los momentos en que supiste que a ti, no te quedaría nada de ti, los momentos que supiste que no tenías nada, que no tuviste nunca nada, y recuerda la pureza, la pureza del perfume, y recuerda ese peligro, porque el amor que te debió eternizar, también, te llevó a la muerte.
*
Creí que cada cosa que escribía
era un trozo que arañaba de mi muerte,
como si fuese posible vaciarla.
Ahora veo el agua donde estuvo la flor
y se ha vuelto
amarilla.
Los papeles con el viento chocan
insistentes
agotados.
Publicado en CubaLiteraria
Una lectura de poesía, o sea, un grupo de personas reunidas en torno a uno o varios poetas que leen sus poemas, o el poeta que lee rodeado de un grupo de personas. Todo depende del punto de vista con que se mire. Debe sucederle a casi todos los poetas: a veces se quiere ser parte de la audiencia, escapar a la responsabilidad de ser escuchado, de ser el centro de algo, de saberse en el ruedo a la vera de posibles juicios acerca de lo que se acaba de leer. Debe sucederle a casi todos los que van a un recital de poesía: a veces se quiere estar al frente, leyendo, ser el autor si es que los poemas son buenos, de esos que dejan en la piel un sabor difícil de quitar, de esos que, al final del encuentro, todavía flotan en el ambiente colonial del patio del Palacio del Segundo Cabo, donde, después de un pequeño receso precedido por la Feria del Libro, el espacio Aire de Luz reabrió sus puertas. Basilia Papastamatíu, como siempre, la anfitriona.
Esta vez los poetas invitados fueron Annia Alejo y Marcelo Morales. Si en “aires” pasados, generalmente lo que estimulaba la lectura y el acto de escucharla era la diferencia entre los poetas y poéticas, con sus posibles puntos de contacto, este jueves fuimos testigos de una casual sintonía, con esas inevitables diferencias. Muy cercanos en términos de generaciones (sin caer en la torpeza de querer ubicarlos en generación alguna, sin tender a la banal etiqueta) a ellos los separan, sencillamente, unas cuantas provincias, esa distancia geográfica que puede ser burlada por ese extraño engranaje de sensibilidades y sucesos que es la poesía. Annia Alejo, nacida en Guantánamo en 1975, escribe desde la contención. Su nombre ya es conocido en el panorama de las letras cubanas gracias a la publicación de su obra en revistas y antologías –A salvo en el estío (2002) y Palabras en la arena (2006)–, pero sobre todo cuando alcanzó una mención en el Premio Nosside Caribe. No le preocupa publicar, o al menos no la ataca la fiebre esa de querer convertir en letra impresa todo lo que escribe. Sin embargo, ya va siendo hora de que los lectores cubanos puedan leer un libro de esta autora cuyos poemas parten de un intimismo inusitado y rozan, a veces, una violencia, digamos, doméstica. Detrás de ese cuidado uso del lenguaje puede haber imágenes ásperas. Su poesía es una poesía de circunstancias. La de Marcelo (La Habana, 1973) es más bien una poética de sucesos, pero no los grandes sucesos, sino más bien todo aquello que, en su aparente simpleza, afecta la existencia del ser humano. Su visión filosófica de que la cotidianidad constituye una realidad aplastante es lo que viene a conformar su obra. Hay una impresionante economía del lenguaje en su poesía y en ello radica la fuerza que adquieren textos como ese que fue desgranando con ritmo pausado, lento, ante un público que lo escuchaba entre la tranquilidad y el desconcierto de descubrir que las pequeñas cosas de la cotidianidad pueden resultar abrumadoras. Ganador del Premio Pinos Nuevos, del Premio La Gaceta de Cuba en dos ocasiones y más recientemente del Pen Club de Puerto Rico, Marcelo ha publicado los poemarios Cinema (Letras Cubanas), El mundo como objeto (Unión) y El círculo mágico (Letras Cubanas), así como la noveleta La espiral.
Para cambiar el tono, romper con la rutina habitual del espacio, los poetas decidieron leer una sola vez, sobre todo porque Marcelo se lanzaría con un poema extenso que él cataloga como un libro, sin tomar demasiado en cuenta las reglas de lo que debe ser un volumen en tanto extensión. Después de eso no hubo preguntas, sino palabras de elogio por parte de los poetas Lina de Feria (quien había escrito en un artículo publicado en CubaLiteraria que Marcelo “está entre los mejores autores jóvenes y sabemos que en sus próximas obras su poder de gratificarnos con mundos inventados y conflictos dramáticos seguirá dándonos ese lugar específico de valor y buen gusto”), René Coira, Roberto Manzano y José Luis Moreno del Toro. Todos celebraron la profundidad de la obra de estos dos poetas que vienen a ubicarse como dos de las voces más interesantes de la literatura cubana de estos tiempos.
Aire de Luz sigue siendo un espacio que contribuye, de cierto modo, a tomarle el pulso a la poesía cubana actual.
De Annia Alejo:
OTRA EXTENSIÓN DE LA REALIDAD
Qué haríamos sin las imágenes,
sin este descender de emociones y calientes apetitos
que se instalan serenos, de la misma manera
que el agua atraviesa el cadáver de un animal
expuesto largamente a la lluvia
y repasa sus vísceras, entablando una comunicación
entre sangre y transparencia.
En lo más bajo de la hondonada
debiéramos esperar de pie y desnudos
a los caballos en su carrera, cuando acuden unidos
a la invasión del agua sobre los campos yermos.
Incorporarnos al animal en plena escapada o avance,
alma que no se inclina por el sometimiento
sino a la inquietud del latido,
a la respiración que arma los templos y los nombres,
libertad inconsciente que absorbe los fragmentos
de la tierra, contra la piel endurecida en el cambio.
Agua y bestia son espacios de avance,
movimiento en el agua y equilibrio en la bestia
que en su lucha preserva el tránsito.
La bestia se deforma en la muerte, otorga su integridad
al agua, y luego seca ofrece su contenido al árbol.
Yo mastico la fruta y no asumo el orden arbitrario
que cierra la espiral y empequeñece.
De imágenes construyo la casa que nunca habité,
para que sean propicios los vientos
y desarmen el presente continuo,
y se mueva el músculo de mi padre,
y se abra el pecho de mis otros
ajenos familiares, fuera ya del letargo
que imponen los días sin trabajo.
Porque no creo en la palabra
sin objeto viviente que le calce el sonido.
Mi familia, que vivió tierra adentro,
no conocía las utilidades del océano
e imaginaban un progresivo desembarco
de cargas y de hombres.
Aceptemos la reminiscencia, la marea alta
y el mediodía, los cadáveres, la descomposición
y el polvo, la purificación dentro del fuego
que abastecen nuestros fantasmas.
De Marcelo Morales:
Tout pure, tout centre, sous toi
René Daumal
1
¿Cuántas veces amaste, sin que este acto tuviera la menor consecuencia?
el círculo de la vida seguía conteniéndote,
las horas en el tiempo continuaban,
y tú detrás de alguna mesa, creías visualizar un centro,
el estado de abandono en que existen los objetos, cuando el miedo a ese vacío,
se hace sereno.
Inmóvil como el cuerpo de una taza, como la tarde misma.
¿Cuántas veces, en la radio, escuchaste esas palabras,
cuando el terror a la muerte rompía tu existencia?
Los límites de la vida te atrapaban.
Entonces creías que el mundo era perfecto.
Que la misma lluvia caería para siempre.
La luz del mundo, rozaba la forma de su cara,
y tú, tratabas de quebrar el tiempo, tratabas de quebrarlo.
El cuerpo del espacio te envolvía,
La luz de algo terrible te cegaba, la luz de algo perfecto.
Tú querías ser, tú querías ser, pero el hueco era profundo, tú querías ser,
tú querías ser, pero el ojo te negaba, trataba de arrastrarte a un infinito,
de arrastrarte a una sustancia, toda pura, toda pura, menos tú.
2
Recuerda la condición profunda del espíritu,
los momentos en que viste tu rostro reflejado en un espejo
y te volviste muchas cosas y ninguna,
los momentos en que supiste que no eras,
los momentos en que supiste que lo único que no cambiaba,
era que todo cambiaba, que lo único inamovible era que todo se mueve. La ley. Recuerda las mañanas en que hizo frío y caminaste cerca de un muro y estabas solo y estabas triste, y pensaste. Querías eso que eras cuando no eras, tu Yo profundo, tu Yo, los momentos en que supiste que a ti, no te quedaría nada de ti, los momentos que supiste que no tenías nada, que no tuviste nunca nada, y recuerda la pureza, la pureza del perfume, y recuerda ese peligro, porque el amor que te debió eternizar, también, te llevó a la muerte.
*
Creí que cada cosa que escribía
era un trozo que arañaba de mi muerte,
como si fuese posible vaciarla.
Ahora veo el agua donde estuvo la flor
y se ha vuelto
amarilla.
Los papeles con el viento chocan
insistentes
agotados.
Publicado en CubaLiteraria
sábado, 12 de abril de 2008
Con cierta elegancia
Cierta elegancia en la boca,
cierto desacuerdo, conviene
–corresponde bien–
al modelo que predomina y triunfa.
En la ciudad abigarrada. En los festines
–sexuados– de sus bares y casonas,
conviene: cierta elegancia
en la boca, cierto desacuerdo.
En las playitas privadas, en los puentes
de una sola dirección, en las antiguas plazas
–solitarias– que frondosamente te reciben,
conviene mostrar: cierta elegancia
en la boca, cierto desacuerdo.
En la piel seductora de sus hijas, conviene.
No olvides ese dato.
Te recibe amena. Abre para ti sus galerías.
Se entrega sin reservas –un cuerpo arreglado
para la especulación. Pero exige.
Se entrega y exige, un resguardo seguro:
cierta elegancia en la boca, cierto desacuerdo.
Conviene: un poco de travestismo.
En la lógica virtual de los internautas, conviene.
En las rápidas avenidas luminosas, conviene:
bajar velocidades. En la extensa tradición
comentada por los libros –que vuelven
a ser época– conviene: cierta elegancia
en la boca, cierto desacuerdo.
No olvides ese dato.
Corresponde bien al modelo
que predomina y triunfa.
Alberto Edel Morales Fuentes.
Publicado en la revista La Gaceta de Cuba. La Habana. No. 1. 2008.
cierto desacuerdo, conviene
–corresponde bien–
al modelo que predomina y triunfa.
En la ciudad abigarrada. En los festines
–sexuados– de sus bares y casonas,
conviene: cierta elegancia
en la boca, cierto desacuerdo.
En las playitas privadas, en los puentes
de una sola dirección, en las antiguas plazas
–solitarias– que frondosamente te reciben,
conviene mostrar: cierta elegancia
en la boca, cierto desacuerdo.
En la piel seductora de sus hijas, conviene.
No olvides ese dato.
Te recibe amena. Abre para ti sus galerías.
Se entrega sin reservas –un cuerpo arreglado
para la especulación. Pero exige.
Se entrega y exige, un resguardo seguro:
cierta elegancia en la boca, cierto desacuerdo.
Conviene: un poco de travestismo.
En la lógica virtual de los internautas, conviene.
En las rápidas avenidas luminosas, conviene:
bajar velocidades. En la extensa tradición
comentada por los libros –que vuelven
a ser época– conviene: cierta elegancia
en la boca, cierto desacuerdo.
No olvides ese dato.
Corresponde bien al modelo
que predomina y triunfa.
Alberto Edel Morales Fuentes.
Publicado en la revista La Gaceta de Cuba. La Habana. No. 1. 2008.
viernes, 11 de abril de 2008
Marcelo Morales: la sinceridad de la escritura
Alberto Edel Morales Fuentes
Marcelo Morales es reconocido por la crítica como una de las dos o tres voces más reveladoras entre el significativo grupo de poetas cubanos que rondan ahora los treinta años. Ha publicado los libros Cinema (poesía, Letras Cubanas, La Habana, 1997); La espiral (noveleta, Sed de belleza, Santa Clara, 2005); y El mundo como objeto, (poesía, Isla negra, San Juan, 2006, Ediciones Unión, La Habana, 2007). Obtuvo entre otros los premios Pinos Nuevos, La Gaceta de Cuba, y la beca de creación Prometeo. Nació en La Habana, en 1977, aún sostiene una mirada limpia y un rostro afable o expresiones poéticas cargadas de belleza y sentido, como estas “…de las cosas es importante sólo el significado…” o esta otra “Cada uno de nosotros tiene una naturaleza, / entenderla uno mismo es ya difícil, que alguien la entienda, eso es el amor, y milagro”.
En tus primeros poemas publicados (Cinema, Letras Cubanas, 1997) se anunciaba una sensibilidad y una transparencia de escritura todavía adolescentes, pero anunciadores de una profunda vocación poética, que creo se revela a plenitud en varios poemas de El mundo como objeto (Isla Negra, 2006) ¿Qué se mantiene y que cambia en tu poesía entre un momento y otro?
Se mantiene y cambia Marcelo. Para mi nunca hubo diferencia entre lo que escribía y lo que era yo, en verdad nunca tuve conciencia de estar escribiendo poesía, la palabra es en si fea, poesía; yo escribía mi vida. Se mantiene la sinceridad con lo que se es y lo que se escribe, se mantiene la búsqueda del sentido en su máxima expresión, el odio a la palabrería, a lo poetizante, se mantiene la necesidad de comprender la vida, la intención de ser simple y profundo al mismo tiempo. Ahora, entre Cinema y El mundo como objeto hay la misma relación que entre el Marcelo de 18 años y el de 27, un proceso de vida, un proceso de cambio, de reconocimiento de lo real, de Marcelo dentro de lo real, con todo lo que eso lleva, con todo a lo que eso te lleva. El mundo como objeto es un libro de mucha más madurez, de asentamiento. Cinema lo escribí en meses, El mundo como objeto me tomó años. En verdad a veces siento que debería juntarlos todos. Después de El mundo como objeto, he escrito otros dos libros de poesía, que aunque son completamente diferentes forman parte de un mismo proceso de conocimiento. Ahora que lo pienso bien, la estructura de los dos libros es casi idéntica, el recorrido es parecido, también el ritmo, la intención de decir con poco, la visión de un libro de poesía como un cuerpo trabado de texto a texto, una cadena.
¿Cuál es tu método de trabajo? ¿Cómo llegas a una expresión tan minuciosa del lenguaje y logras al mismo tiempo sostener la inquietud filosófica por el destino del ser humano y la capacidad de comunicación con el otro?
Broch, en Voces, decía que el pensamiento es lenguaje. Yo no tengo un método de trabajo, simplemente doy vueltas a una obsesión, trato de agotar una idea, doy vueltas y vueltas tratando de desentrañar algo, de explicarme lo real, de explicarme lo que soy, lo que es el mundo, la condición de ser. Yo no sé de expresiones minuciosas del lenguaje, no son cosas que me haya propuesto lograr, porque para mi el lenguaje no estuvo jamás separado del sentido, forma y contenido fueron para mí siempre una misma cosa, no me propuse escribir de una manera, simplemente pensaba y escribía lo que pensaba. Yo simplemente veía las imágenes y escribía.
¿Significa algo para ti la clásica expresión sobre la angustia ante la página en blanco? ¿O es la inquietud ante la incertidumbre del mundo un elemento de desasosiego más palpable? ¿Cómo se relacionan ambos impulsos en tu poesía?
La escritura es una traducción, un estado, no sé lo que es una página en blanco, nunca en mi vida tuve frente a mi una página en blanco. Yo escribía en donde fuera cuando tenía que hacerlo, cuando sentía el impulso, la necesidad, cuando tenía ganas de escribir lo hacía, cuando sentía que tenía que decir o decirme algo lo hacía, incluso cuando escribía novela. Siempre que me senté a escribir todas mis páginas estaban llenas.
La muerte es un tema eterno de la poesía que aparece en tus versos con bastante recurrencia. ¿Cuál es el origen de esa inquietud? ¿Qué diferencia su expresión poética de su experiencia vital?
La muerte que uno piensa no es la misma que uno vive. Yo no he escrito de la muerte, sino de mi obsesión por la idea, mi necesidad de suspenderla en el vacío y mirarla desde todas las direcciones, como un cuerpo en el espacio. No he escrito de la muerte sino de lo que de ella había en la vida, todo en un mismo cuerpo de cambio verdadero, donde el amor, la idea de lo finito o el paso del tiempo venían a formar parte de una misma cosa, una misma angustia, un mismo cambio. En verdad creo que empecé a escribir tratando de entender la muerte, tratando de entender el cambio. La victoria sobre esas cosas es siempre interna, hace poco escribía que para evolucionar como escritor tenía que evolucionar como ser humano, que para borrar la muerte de mi escritura tenía que borrarla de mi vida. Para mi no existe una dicotomía entre escritura y vida, yo nunca fui diferente de lo que escribía, si escribía de la muerte era porque estaba pensando en ella. Si evolucioné como ser humano fue porque lo hice como escritor.
¿Que opinión te merece la poesía cubana ahora mismo? ¿Cómo la sitúas en su relación con la poesía cubana de otros tiempos o la poesía contemporánea de otros lugares? ¿Qué poetas te interesan más, aquí y ahora?
Dejé de leer poesía cubana contemporánea hace ya algún tiempo, generalmente me daba vergüenza ajena, la poesía es generalmente mala. Me gusta la idea de Juan Ramón, “un poeta es una flor rara”, creo en eso. Cuando dejé de leerla era hueca, provinciana, llena de imágenes torpes y desprovista de pensamiento. Ahora, no puedo hablar de cosas que no conozco bien, que están en proceso, no debo hablar de cosas de la cuales he tenido el cuidado, o al menos la pretensión, de alejarme. Ya no somos nosotros, los que abrimos mi generación, los más jóvenes, lo fuimos por algún tiempo, pero ya no, los mejores poetas están siempre en el futuro, espero. En cuanto a su relación con la poesía cubana de otros tiempos, creo que hay una contaminación lezamiana, un gusto petulante por la imagen y el sinsentido que recorrió con fuerza la poesía de los 80 y que sigue marcando un canon, pero es sólo una idea vaga que tengo, sin cuerpo, sigo pensando en la flor rara y en mi falta de conocimiento real sobre el tema. Confío en que las excepciones de la regla nos salvarán de todo eso. Sería muy difícil para mí comenzar a hacer una lista de los poetas que más me interesan, la lista sería amplia: Brodsky, Auden, Stevens, Ekeloff, Khodasevich, Broch, Prévert, Cioran, Artaud, Baragaño, Piñera, Michaux, Plath, Merwin, Lautréamont, Daumal, Ramuz, Bukowski, por supuesto, Michel Leiris, Simic, Tortel, Benjamin Péret, Chazal, Nerval, en fin, la lista no es interminable pero podría ser amplia, es una lista que cambia con el tiempo, que ha estado siempre cambiando, que estará, en el mejor de los casos, cambiando siempre…
Una versión de esta entrevista arreglada por el editor fue publicada originalmente en El Tintero, suplemento de JR, y desató una abundante polémica en espacios literarios y algunos espacios de los medios masivos. Ofrezco aquí la entrevista original.
Marcelo Morales es reconocido por la crítica como una de las dos o tres voces más reveladoras entre el significativo grupo de poetas cubanos que rondan ahora los treinta años. Ha publicado los libros Cinema (poesía, Letras Cubanas, La Habana, 1997); La espiral (noveleta, Sed de belleza, Santa Clara, 2005); y El mundo como objeto, (poesía, Isla negra, San Juan, 2006, Ediciones Unión, La Habana, 2007). Obtuvo entre otros los premios Pinos Nuevos, La Gaceta de Cuba, y la beca de creación Prometeo. Nació en La Habana, en 1977, aún sostiene una mirada limpia y un rostro afable o expresiones poéticas cargadas de belleza y sentido, como estas “…de las cosas es importante sólo el significado…” o esta otra “Cada uno de nosotros tiene una naturaleza, / entenderla uno mismo es ya difícil, que alguien la entienda, eso es el amor, y milagro”.
En tus primeros poemas publicados (Cinema, Letras Cubanas, 1997) se anunciaba una sensibilidad y una transparencia de escritura todavía adolescentes, pero anunciadores de una profunda vocación poética, que creo se revela a plenitud en varios poemas de El mundo como objeto (Isla Negra, 2006) ¿Qué se mantiene y que cambia en tu poesía entre un momento y otro?
Se mantiene y cambia Marcelo. Para mi nunca hubo diferencia entre lo que escribía y lo que era yo, en verdad nunca tuve conciencia de estar escribiendo poesía, la palabra es en si fea, poesía; yo escribía mi vida. Se mantiene la sinceridad con lo que se es y lo que se escribe, se mantiene la búsqueda del sentido en su máxima expresión, el odio a la palabrería, a lo poetizante, se mantiene la necesidad de comprender la vida, la intención de ser simple y profundo al mismo tiempo. Ahora, entre Cinema y El mundo como objeto hay la misma relación que entre el Marcelo de 18 años y el de 27, un proceso de vida, un proceso de cambio, de reconocimiento de lo real, de Marcelo dentro de lo real, con todo lo que eso lleva, con todo a lo que eso te lleva. El mundo como objeto es un libro de mucha más madurez, de asentamiento. Cinema lo escribí en meses, El mundo como objeto me tomó años. En verdad a veces siento que debería juntarlos todos. Después de El mundo como objeto, he escrito otros dos libros de poesía, que aunque son completamente diferentes forman parte de un mismo proceso de conocimiento. Ahora que lo pienso bien, la estructura de los dos libros es casi idéntica, el recorrido es parecido, también el ritmo, la intención de decir con poco, la visión de un libro de poesía como un cuerpo trabado de texto a texto, una cadena.
¿Cuál es tu método de trabajo? ¿Cómo llegas a una expresión tan minuciosa del lenguaje y logras al mismo tiempo sostener la inquietud filosófica por el destino del ser humano y la capacidad de comunicación con el otro?
Broch, en Voces, decía que el pensamiento es lenguaje. Yo no tengo un método de trabajo, simplemente doy vueltas a una obsesión, trato de agotar una idea, doy vueltas y vueltas tratando de desentrañar algo, de explicarme lo real, de explicarme lo que soy, lo que es el mundo, la condición de ser. Yo no sé de expresiones minuciosas del lenguaje, no son cosas que me haya propuesto lograr, porque para mi el lenguaje no estuvo jamás separado del sentido, forma y contenido fueron para mí siempre una misma cosa, no me propuse escribir de una manera, simplemente pensaba y escribía lo que pensaba. Yo simplemente veía las imágenes y escribía.
¿Significa algo para ti la clásica expresión sobre la angustia ante la página en blanco? ¿O es la inquietud ante la incertidumbre del mundo un elemento de desasosiego más palpable? ¿Cómo se relacionan ambos impulsos en tu poesía?
La escritura es una traducción, un estado, no sé lo que es una página en blanco, nunca en mi vida tuve frente a mi una página en blanco. Yo escribía en donde fuera cuando tenía que hacerlo, cuando sentía el impulso, la necesidad, cuando tenía ganas de escribir lo hacía, cuando sentía que tenía que decir o decirme algo lo hacía, incluso cuando escribía novela. Siempre que me senté a escribir todas mis páginas estaban llenas.
La muerte es un tema eterno de la poesía que aparece en tus versos con bastante recurrencia. ¿Cuál es el origen de esa inquietud? ¿Qué diferencia su expresión poética de su experiencia vital?
La muerte que uno piensa no es la misma que uno vive. Yo no he escrito de la muerte, sino de mi obsesión por la idea, mi necesidad de suspenderla en el vacío y mirarla desde todas las direcciones, como un cuerpo en el espacio. No he escrito de la muerte sino de lo que de ella había en la vida, todo en un mismo cuerpo de cambio verdadero, donde el amor, la idea de lo finito o el paso del tiempo venían a formar parte de una misma cosa, una misma angustia, un mismo cambio. En verdad creo que empecé a escribir tratando de entender la muerte, tratando de entender el cambio. La victoria sobre esas cosas es siempre interna, hace poco escribía que para evolucionar como escritor tenía que evolucionar como ser humano, que para borrar la muerte de mi escritura tenía que borrarla de mi vida. Para mi no existe una dicotomía entre escritura y vida, yo nunca fui diferente de lo que escribía, si escribía de la muerte era porque estaba pensando en ella. Si evolucioné como ser humano fue porque lo hice como escritor.
¿Que opinión te merece la poesía cubana ahora mismo? ¿Cómo la sitúas en su relación con la poesía cubana de otros tiempos o la poesía contemporánea de otros lugares? ¿Qué poetas te interesan más, aquí y ahora?
Dejé de leer poesía cubana contemporánea hace ya algún tiempo, generalmente me daba vergüenza ajena, la poesía es generalmente mala. Me gusta la idea de Juan Ramón, “un poeta es una flor rara”, creo en eso. Cuando dejé de leerla era hueca, provinciana, llena de imágenes torpes y desprovista de pensamiento. Ahora, no puedo hablar de cosas que no conozco bien, que están en proceso, no debo hablar de cosas de la cuales he tenido el cuidado, o al menos la pretensión, de alejarme. Ya no somos nosotros, los que abrimos mi generación, los más jóvenes, lo fuimos por algún tiempo, pero ya no, los mejores poetas están siempre en el futuro, espero. En cuanto a su relación con la poesía cubana de otros tiempos, creo que hay una contaminación lezamiana, un gusto petulante por la imagen y el sinsentido que recorrió con fuerza la poesía de los 80 y que sigue marcando un canon, pero es sólo una idea vaga que tengo, sin cuerpo, sigo pensando en la flor rara y en mi falta de conocimiento real sobre el tema. Confío en que las excepciones de la regla nos salvarán de todo eso. Sería muy difícil para mí comenzar a hacer una lista de los poetas que más me interesan, la lista sería amplia: Brodsky, Auden, Stevens, Ekeloff, Khodasevich, Broch, Prévert, Cioran, Artaud, Baragaño, Piñera, Michaux, Plath, Merwin, Lautréamont, Daumal, Ramuz, Bukowski, por supuesto, Michel Leiris, Simic, Tortel, Benjamin Péret, Chazal, Nerval, en fin, la lista no es interminable pero podría ser amplia, es una lista que cambia con el tiempo, que ha estado siempre cambiando, que estará, en el mejor de los casos, cambiando siempre…
Una versión de esta entrevista arreglada por el editor fue publicada originalmente en El Tintero, suplemento de JR, y desató una abundante polémica en espacios literarios y algunos espacios de los medios masivos. Ofrezco aquí la entrevista original.
jueves, 10 de abril de 2008
Fracaso y delirio, eso es La obligación de expresar (Conversación con Víctor Fowler)
Leyla Leyva Lima
Aunque al Retrato de grupo de hace más de veinte años pudieran faltarle algunos significativos poetas de la generación del ochenta, pocos se aventurarían a no considerar que la mayoría de los que figuraban allí continuaron luego una obra sólida. Víctor Fowler (La Habana 1960), el ganador del premio Guillén 2008, es uno de ellos. Con La obligación de expresar, el jurado compuesto por Omar Pérez, Pedro de Oraá y Luis Álvarez, hizo reverencia a la sinceridad de la escritura del libro seleccionado y estimó que se apartaba de "la artificiosidad recurrente en la actual poesía".
Distinguido en dos ocasiones con el Premio de la Crítica (Historias del cuerpo, ensayo, y El maquinista de Auswitchtz, premio UNEAC de poesía), Fowler, también narrador confeso, se destaca por ser uno de los más activos polemistas de nuestra vida sociocultural. Su poesía, de tono reposado, charla, razona, y parece situarse siempre al borde de la emoción. En su obra, la crónica de lo inmediato, historias de apariencias triviales, o las meditaciones humanistas que la caracterizan, pasan por una consideración muy particular de lo lírico.
Tu poesía ha sido definida como reflexiva, enfáticamente cubana, y de aguda conciencia crítica. Quince años después de Confesionario declaras entender mejor la escritura poética. ¿Qué hay de esas "dudas" y "certezas" que también dices haber madurado?
Nada nuevo hay en que afirme ser la dualidad o contradicción de mis dudas y certezas. Viajan conmigo, son polos del debate permanente sobre el sentido de la existencia, la sociedad, la acción humana entre los cuales he sido y moriré al final. Me gusta pensar esta frase, aclaro que la cito de memoria, según la marca que me dejó, del Dostoievsky de Crimen y castigo: "Dios y el Diablo combaten sin descanso y el campo de batalla es el corazón del hombre". En mi caso, la capacidad de entender ese combate, está en la escritura poética porque esta es mi modo de responder y de posicionarme: las palabras, puesto que no me concibo sin ellas. Y son las palabras de la poesía, incluso cuando escribo crítica, ensayo o cualquiera otra cosa; siempre está ese combate y siempre las palabras para transmitir respuesta. Puede que transmitir deba de ser sustituida por presentar, pues esta última da mejor idea de ser parte activa del combate mismo, responder es involucrarse.
La obligación de expresar tiene un título que hace pensar más en el ensayo, en el estudio sociológico…
El título fue tomado de un texto sobre arte del escritor irlandés Samuel Beckett, de modo que sí, tiene ese aire que mencionas; sin embargo, se trata de un fragmento que se refiere al hecho de la expresión como tal y, por tanto, al sentido de la existencia humana y al puesto que ocupamos, que buscamos, en la batalla antes aludida. Creo que mejor reproduzco un fragmento más largo que el que finalmente puse como exergo del libro y así se verá mejor dónde estamos:
D: ¿Qué otro plano puede haber para el hacedor?
B: Lógicamente ninguno. Y aún hablo de un arte volviendo de allí con disgusto, cansado de sus insignificantes explosiones, cansado de pretender ser posible, de hacer poco más que la misma vieja cosa, de ir un poquitito más allá en un camino aburrido.
D: ¿Y prefiriendo qué?
B. La expresión de que no hay nada que expresar, nada con qué expresar, nada desde lo cual expresar, ningún poder para expresar, ningún deseo de expresar, junto a la obligación de expresar.
No en vano se trata de un diálogo, entre Beckett y Georges Duthuit, ocurrido en el año 1949, cuando la humanidad ha podido llegar a ese límite que fue el horror de la Segunda Guerra Mundial, lo cual debió de ser vivido como un fracaso último del arte en cuanto a su posibilidad de conjurar dicho horror; al propio tiempo, y tal es la paradoja, semejante fracaso implica una liberación, pues al no existir un "para qué" la ética queda librada a sus propias fuentes más raigales, más hundidas en el centro del ser, y es entonces que la producción de arte realiza el oxímoron de manifestarse como obligación libre. Por cierto, que es sobre la base de un documento rescatado de esa misma Segunda Guerra Mundial, el diario de un soldado muerto (creo que alemán), que Elías Canetti elabora uno de sus más bellos textos, el ensayo La conciencia de las palabras. Canetti habla de que, cuando leyó por vez primera el diario, se sintió molesto dado lo absurdo de una frase que allí aparecía; el joven soldado, cuyo sueño era ser alguna vez un gran poeta, escribía que si él de verdad hubiese tenido la materia de un poeta grande, habría podido detener la guerra. Décadas más tarde, Canetti confiesa haber entendido que lo que semejante desmesura transmite es justo la esencia de la literatura, el delirio propio de todo acto de escribir; de modo que, fundiendo extremos, diría yo: fracaso y delirio, eso es la obligación de expresar.
Has publicado una docena de libros, nueve de ellos de poesía. Una práctica, la de escribir poemas, que te deja "anímicamente erosionado", según revelas. ¿Cuán urgente es esa necesidad de "expresar" que te impulsa a un acto tan lesivo?
La urgencia es la respuesta. Tan grande como la respiración o sangre circulando. No sé qué otra cosa hacer ante la inminencia del evento, latigazo de memoria o futuros que entreveo o imagino. Al menos para mí, expresar es la única forma de no morir como individuo y de organizar de manera coherente mi integridad espiritual y moral. Estoy en las palabras y soy mis palabras. Para colmo, ellas me obligan a seguir caminos que han trazado (cuando alguna vez resolví problemas que me plantearon) o a explorar veredas nuevas.
La crítica ha aceptado, casi de manera unánime, que la llamada generación del ochenta fue próspera en buenos poetas, muchos de ellos ganadores del Julián del Casal y de varios de los Guillén. También se habla de las circunstancias de tal irrupción. ¿Qué supones ha pasado con las generaciones sucesivas? ¿Cómo ves ahora mismo el panorama poético cubano?
La primera parte, la introducción, obliga a manifestar confianza; a fin de cuentas, hoy son poetas de los noventa o del dos mil quienes ganan los premios Julián del Casal e irán también ganando los Guillén. En este sentido, los concursos importan poco: para las preguntas que ahora me haces. Aunque muchos lo dijimos en nuestra particular forma, fue el crítico Jorge Luis Arcos quien encontró la exacta manera académica de juzgar el proceso literario vivido por la promoción de los ochenta: ejecutaron, más bien completaron, un proceso de cambio de norma en la escritura poética cubana. Les tocó desplegar las variantes del momento final en la batalla entre las tendencias conversacionales o herméticas dentro de la poesía cubana, arrancaron toda rémora que aún pudiese quedar de la ideología escritural que presidió los setenta cubanos, convirtieron el consignismo político en política de la escritura, desplazaron la ideología declarativa y en primer grado de los textos hacia el ámbito de la meta-escritura en donde el texto analiza sus propios presupuestos discursivos, abrieron enormemente el canon al tender lazos con autores y escuelas poéticas que al inicio de aquellos ochenta apenas se escuchaban entre nosotros, introdujeron nuevos temas y problemas para la escritura poética. Una batalla tan enorme, en tantos campos a la vez, no puede sino merecer consecuencias enormes y -curiosamente- la más evidente es la existencia hoy de un campo de escritura donde ninguna tendencia estética predomina por sobre otra. Me gusta que sea así, pero, al propio tiempo, lamento la incapacidad de la crítica nuestra para entonces destacar dónde se encuentra lo esencial, lo que penetra en lo más profundo del presente o que adelanta los caminos futuros a la literatura. Gracias a la combinación de ignorancia, bajo nivel cultural, pobre formación, información escasa, negativa a correr riesgos, somos incapaces no sólo de hacer eso, sino de valorar lo que aquí se produce en sintonía con las literaturas de la región, la lengua y el mundo. Si esto es verdad, entonces estamos tan productivos (a mi juicio, en una inmensa capa, a escala menor) como paralizados.
A dos años de ganar el Premio UNEAC de poesía obtienes el Guillén. Muchos aseguran, incluso tú has hablado de ello, que el primero conserva todavía un sabor de tradición y una legitimidad inigualables. ¿Se necesitaría algo más que elevar la cuantía monetaria del Premio UNEAC, para volver a colocarlo en el lugar que merece en la estima y la concurrencia de los escritores cubanos?
Se necesita potenciar el Premio al nivel de un espectáculo social y no tratarlo como un acto rutinario más, aprender los modos de generar expectativa, conceder tribunas de expresión a sus ganadores, que la organización les otorgue relevancia e importancia. Hay, para ello, todo un entramado de escenarios que van desde las revistas hasta las salas de presentación, la participación en eventos, las sedes provinciales de la UNEAC, un programa televisivo y otras mil variantes más que puedan parecer apropiadas para "construir" la majestad de un premio.
Publicado originalmente en la revista La Letra del Escriba. No 67. La Habana. Marzo 2008. Director: Alberto Edel Morales Fuentes
Aunque al Retrato de grupo de hace más de veinte años pudieran faltarle algunos significativos poetas de la generación del ochenta, pocos se aventurarían a no considerar que la mayoría de los que figuraban allí continuaron luego una obra sólida. Víctor Fowler (La Habana 1960), el ganador del premio Guillén 2008, es uno de ellos. Con La obligación de expresar, el jurado compuesto por Omar Pérez, Pedro de Oraá y Luis Álvarez, hizo reverencia a la sinceridad de la escritura del libro seleccionado y estimó que se apartaba de "la artificiosidad recurrente en la actual poesía".
Distinguido en dos ocasiones con el Premio de la Crítica (Historias del cuerpo, ensayo, y El maquinista de Auswitchtz, premio UNEAC de poesía), Fowler, también narrador confeso, se destaca por ser uno de los más activos polemistas de nuestra vida sociocultural. Su poesía, de tono reposado, charla, razona, y parece situarse siempre al borde de la emoción. En su obra, la crónica de lo inmediato, historias de apariencias triviales, o las meditaciones humanistas que la caracterizan, pasan por una consideración muy particular de lo lírico.
Tu poesía ha sido definida como reflexiva, enfáticamente cubana, y de aguda conciencia crítica. Quince años después de Confesionario declaras entender mejor la escritura poética. ¿Qué hay de esas "dudas" y "certezas" que también dices haber madurado?
Nada nuevo hay en que afirme ser la dualidad o contradicción de mis dudas y certezas. Viajan conmigo, son polos del debate permanente sobre el sentido de la existencia, la sociedad, la acción humana entre los cuales he sido y moriré al final. Me gusta pensar esta frase, aclaro que la cito de memoria, según la marca que me dejó, del Dostoievsky de Crimen y castigo: "Dios y el Diablo combaten sin descanso y el campo de batalla es el corazón del hombre". En mi caso, la capacidad de entender ese combate, está en la escritura poética porque esta es mi modo de responder y de posicionarme: las palabras, puesto que no me concibo sin ellas. Y son las palabras de la poesía, incluso cuando escribo crítica, ensayo o cualquiera otra cosa; siempre está ese combate y siempre las palabras para transmitir respuesta. Puede que transmitir deba de ser sustituida por presentar, pues esta última da mejor idea de ser parte activa del combate mismo, responder es involucrarse.
La obligación de expresar tiene un título que hace pensar más en el ensayo, en el estudio sociológico…
El título fue tomado de un texto sobre arte del escritor irlandés Samuel Beckett, de modo que sí, tiene ese aire que mencionas; sin embargo, se trata de un fragmento que se refiere al hecho de la expresión como tal y, por tanto, al sentido de la existencia humana y al puesto que ocupamos, que buscamos, en la batalla antes aludida. Creo que mejor reproduzco un fragmento más largo que el que finalmente puse como exergo del libro y así se verá mejor dónde estamos:
D: ¿Qué otro plano puede haber para el hacedor?
B: Lógicamente ninguno. Y aún hablo de un arte volviendo de allí con disgusto, cansado de sus insignificantes explosiones, cansado de pretender ser posible, de hacer poco más que la misma vieja cosa, de ir un poquitito más allá en un camino aburrido.
D: ¿Y prefiriendo qué?
B. La expresión de que no hay nada que expresar, nada con qué expresar, nada desde lo cual expresar, ningún poder para expresar, ningún deseo de expresar, junto a la obligación de expresar.
No en vano se trata de un diálogo, entre Beckett y Georges Duthuit, ocurrido en el año 1949, cuando la humanidad ha podido llegar a ese límite que fue el horror de la Segunda Guerra Mundial, lo cual debió de ser vivido como un fracaso último del arte en cuanto a su posibilidad de conjurar dicho horror; al propio tiempo, y tal es la paradoja, semejante fracaso implica una liberación, pues al no existir un "para qué" la ética queda librada a sus propias fuentes más raigales, más hundidas en el centro del ser, y es entonces que la producción de arte realiza el oxímoron de manifestarse como obligación libre. Por cierto, que es sobre la base de un documento rescatado de esa misma Segunda Guerra Mundial, el diario de un soldado muerto (creo que alemán), que Elías Canetti elabora uno de sus más bellos textos, el ensayo La conciencia de las palabras. Canetti habla de que, cuando leyó por vez primera el diario, se sintió molesto dado lo absurdo de una frase que allí aparecía; el joven soldado, cuyo sueño era ser alguna vez un gran poeta, escribía que si él de verdad hubiese tenido la materia de un poeta grande, habría podido detener la guerra. Décadas más tarde, Canetti confiesa haber entendido que lo que semejante desmesura transmite es justo la esencia de la literatura, el delirio propio de todo acto de escribir; de modo que, fundiendo extremos, diría yo: fracaso y delirio, eso es la obligación de expresar.
Has publicado una docena de libros, nueve de ellos de poesía. Una práctica, la de escribir poemas, que te deja "anímicamente erosionado", según revelas. ¿Cuán urgente es esa necesidad de "expresar" que te impulsa a un acto tan lesivo?
La urgencia es la respuesta. Tan grande como la respiración o sangre circulando. No sé qué otra cosa hacer ante la inminencia del evento, latigazo de memoria o futuros que entreveo o imagino. Al menos para mí, expresar es la única forma de no morir como individuo y de organizar de manera coherente mi integridad espiritual y moral. Estoy en las palabras y soy mis palabras. Para colmo, ellas me obligan a seguir caminos que han trazado (cuando alguna vez resolví problemas que me plantearon) o a explorar veredas nuevas.
La crítica ha aceptado, casi de manera unánime, que la llamada generación del ochenta fue próspera en buenos poetas, muchos de ellos ganadores del Julián del Casal y de varios de los Guillén. También se habla de las circunstancias de tal irrupción. ¿Qué supones ha pasado con las generaciones sucesivas? ¿Cómo ves ahora mismo el panorama poético cubano?
La primera parte, la introducción, obliga a manifestar confianza; a fin de cuentas, hoy son poetas de los noventa o del dos mil quienes ganan los premios Julián del Casal e irán también ganando los Guillén. En este sentido, los concursos importan poco: para las preguntas que ahora me haces. Aunque muchos lo dijimos en nuestra particular forma, fue el crítico Jorge Luis Arcos quien encontró la exacta manera académica de juzgar el proceso literario vivido por la promoción de los ochenta: ejecutaron, más bien completaron, un proceso de cambio de norma en la escritura poética cubana. Les tocó desplegar las variantes del momento final en la batalla entre las tendencias conversacionales o herméticas dentro de la poesía cubana, arrancaron toda rémora que aún pudiese quedar de la ideología escritural que presidió los setenta cubanos, convirtieron el consignismo político en política de la escritura, desplazaron la ideología declarativa y en primer grado de los textos hacia el ámbito de la meta-escritura en donde el texto analiza sus propios presupuestos discursivos, abrieron enormemente el canon al tender lazos con autores y escuelas poéticas que al inicio de aquellos ochenta apenas se escuchaban entre nosotros, introdujeron nuevos temas y problemas para la escritura poética. Una batalla tan enorme, en tantos campos a la vez, no puede sino merecer consecuencias enormes y -curiosamente- la más evidente es la existencia hoy de un campo de escritura donde ninguna tendencia estética predomina por sobre otra. Me gusta que sea así, pero, al propio tiempo, lamento la incapacidad de la crítica nuestra para entonces destacar dónde se encuentra lo esencial, lo que penetra en lo más profundo del presente o que adelanta los caminos futuros a la literatura. Gracias a la combinación de ignorancia, bajo nivel cultural, pobre formación, información escasa, negativa a correr riesgos, somos incapaces no sólo de hacer eso, sino de valorar lo que aquí se produce en sintonía con las literaturas de la región, la lengua y el mundo. Si esto es verdad, entonces estamos tan productivos (a mi juicio, en una inmensa capa, a escala menor) como paralizados.
A dos años de ganar el Premio UNEAC de poesía obtienes el Guillén. Muchos aseguran, incluso tú has hablado de ello, que el primero conserva todavía un sabor de tradición y una legitimidad inigualables. ¿Se necesitaría algo más que elevar la cuantía monetaria del Premio UNEAC, para volver a colocarlo en el lugar que merece en la estima y la concurrencia de los escritores cubanos?
Se necesita potenciar el Premio al nivel de un espectáculo social y no tratarlo como un acto rutinario más, aprender los modos de generar expectativa, conceder tribunas de expresión a sus ganadores, que la organización les otorgue relevancia e importancia. Hay, para ello, todo un entramado de escenarios que van desde las revistas hasta las salas de presentación, la participación en eventos, las sedes provinciales de la UNEAC, un programa televisivo y otras mil variantes más que puedan parecer apropiadas para "construir" la majestad de un premio.
Publicado originalmente en la revista La Letra del Escriba. No 67. La Habana. Marzo 2008. Director: Alberto Edel Morales Fuentes
miércoles, 9 de abril de 2008
Los cuerpos de la estrella y otras criaturas de isla
Alberto Edel Morales Fuentes
I
En el año 2000 la editorial Letras Cubanas sorprendió a sus lectores con un artilugio raro: un catálogo de veintinueve poetas que rondaban los veinticinco años. La mayoría de ellos eran desconocidos para el público, pero unos meses después los mil quinientos ejemplares de Cuerpo sobre cuerpo sobre cuerpo, aquel catálogo irreverente, habían sido vendidos.
Ese mismo año ―o al siguiente, dejo al alcance del lector atento la precisión de la referencia, pero en cualquier caso con sorprendente celeridad para nuestros hábitos― la editorial electrónica CubaLiteraria puso en Internet la edición digital del aludido tomito, que aún hoy puede bajarse desde allí y desde otros sitios de la red de redes. Así se abrió el siglo XXI para las ediciones de poesía en la isla.
Como prologuista y cómplice de aquella muestra he dicho alguna vez ―más en broma que en serio, pero con entera convicción― que ese libro fue una especie de cirugía necesaria, aplicada a sangre fría y con intenciones urgentes de pro(con)mocionarlo, a un Corpus… que difería en exceso su irrupción pública en la vida literaria. El parto, como se vería luego, resultó dilatado, múltiple y fecundo.
Presionada por la sombra que proyectaban sobre ella sus hermanos mayores ―mi propia promoción, que durante los diez o quince años anteriores había volteado el canon poético dominante en Cuba― los muchachos del 2000 no encontraban un modo eficaz de acceder al espacio público con su propio discurso generacional ―más o menos identificable― dentro de la lógica de continuidad y ruptura que hasta hoy caracteriza la historia de la lírica cubana.
Pero la apremiante irrupción que supuso la presencia en las librerías y espacios literarios de Cuerpo sobre cuerpo… hizo visibles las conexiones latentes entre las voces personales aportadas al concierto nacional por los más jóvenes, algunas de las cuales ya empezaban a validarse por sí mismas.
Las más notables de estas poéticas se apartaban radicalmente de las retóricas de éxito ―soflamas de una palabrería disfuncional y reiterativa― ocupadas por círculos de epígonos para satisfacer las expectativas de críticos e instituciones que, en el centro mismo de la crisis, centraron su examen y fomento en las maneras y no en la mirada específica de los poetas más trascendentes de la promoción anterior, hasta (des)significar casi todos los sentidos de la expresión poética que antes habían llevado a un cambio profundo.
La realidad ―se dice, sobre todo la evanescente realidad que acompaña a la poesía― jamás es lineal y casi nunca su percepción es del todo objetiva. Por lo tanto estaré de acuerdo cuando algún colega me diga que no fue así. No todos, claro, no en todo. Quizá no fue probadamente así, pero mucho de eso hubo y permanece insistiendo alrededor. Aunque los autores más curtidos entre quienes habíamos comenzado a publicar en revistas literarias y editoriales de aquí y allá durante los ochenta y noventa del siglo pasado ―Sigfredo, Carlos, Damaris, Emilio, Teresa, Alberto, Nelson, Omar, y varios otros― sostuvieran con firmeza su estatura mayor, con el lápiz y el teclado en la mano o mediante el traspaso de un lector interesado a otro de sus textos publicados antes.
II
La superación de la norma poética conversacional como discurso dominante ―metamorfósis que resultó de un complejo proceso de acumulaciones, cuyos elementos definitorios hay que buscar en evoluciones de lo literario pero también en mutaciones de lo real― difundió en la isla una lectura parcial, fragmentaria, interesada, de muchas nociones poéticas modernas, vanguardistas y posmodernas europeas y norteamericanas y de sus teorías resultantes, que condujo en parte ―por asimilación incompleta, por ignorancia múltiple o por la arbitrariedad que sostenía las políticas poéticas excluyentes de quienes las propusieron como norma― a la proliferación de auténticos laberintos escriturales y a la subvaloración u olvido de una función intrínseca del texto literario: su función comunicativa.
Una amplia zona de la poesía publicada en Cuba durante esos años noventa ―años de profunda crisis en economía y valores, pero también de resistencia y libertad estética, que nada hay que olvidar― y casi toda la crítica dominante benefició con excesiva frecuencia a los textos portadores de esos nuevos códigos: fragmentarios, cerrados sobre sí mismos hasta el enclaustramiento, profundamente intelectualizados, pero también y en no poca medida, confusos en lugar de oscuros, incomprensibles en lugar de ambiguos, distantes del rigor, la pluralidad y el riesgo que le hubieran permitido constituirse en una expresión literaria modélica, en un experimento pertinente de otra escritura.
En un poema antológico de los años ochenta, “La luz, bróder, la luz”, Sigfredo Ariel nos proporciona su clave para acoplar el imaginario simbólico de un escritor, las alternativas del mundo cotidiano y la recepción crítica de los textos que se proponen: la miseria y la grandeza posibles de ese proceso que lleva a alcanzar el punto de invención poética. Los versos finales del poema develan ―con toda la claridad que es posible mostrar en nuestros días― la intención del poeta, el sentido y el destino de su (la) poesía: quedará la luz, bróder, la luz, y no otra cosa.
Es la misma clave de luminosa certidumbre ante el fluir de lo oscuro que Teresa Melo extrae y re-crea diez años después en “Fin de siglo”, un poema que ya sentimos perdurable: Por desear la luz, por retenerla, atravesamos cualquier oscuridad. Refulgencia del cuerpo de la estrella que no se retiene sin intención, que no se nos entrega fácil, y que debemos alcanzar ―siempre que se trate de poesía― más allá de escuelas y de dogmas y de todo el caos de la agónica época pos.
III
La nueva hornada había llegado con los años ceros, estremecida en lo más íntimo ―ahora sí― por el continuo estruendo de lo real: en la memoria adolescente pervivía la caída del Muro y el tocar fondo de la sobrevivencia cotidiana, en las pantallas de televisión el planeta se sacudía con el derrumbamiento de las Torres Gemelas, las guerras del petróleo en Asia central, los foros antiglobalización. Sobre las imágenes de Matrix, Bolos for Columbine y Good bye Lenin, más allá de las cadenas de emails, los episodios mangas y la proliferación de blogspot, emergían el cambio climático, el mapeo cerebral, la clonación, los secretos del genoma humano y la nanotecnología. Se movían entre explosiones, cortes de luz, marchas antiterroristas y emigraciones masivas, en un mundo que transmutaba los hechos ―duros y específicos― a imágenes diluidas, desmontadas, maceradas como hojas de coca para soportar el dolor y olvidar.
Con escasas posibilidades de encontrarse en medio del vendaval y apertrechados de tiempo ―buenos tiempos sin mucho que hacer― para releer la historia, la ciencia, la cultura, sus propias sagas familiares, las novedosas formas de convivencia social y el aluvión de informaciones que se les venía encima. Solos, cada uno de ellos, casi siempre sensitivos, escépticos, distantes de la vida literaria pero sumergidos del todo en la literatura: propia y ajena, antigua y contemporánea, la poesía, sin otro límite que sus propias miradas.
Así se echaron a escribir, dando continuidad al juego. Indiferentes a lo que pasaba con ellos, a lo que pasaba fuera de ese juego que eran sus vidas, plantadas como fichas en el tablero móvil de un tiempo, un espacio y una sensibilidad ―real o virtual― donde todos los seres humanos coexistían y se enfrentaban. Escribían esa enormidad desde su ser individual, poco viciados por el afán de trascender. La resultante era Un libro raro, un Patio interior con bosque, un Discurso de Safo, unas Páginas del agua. Eran Los días del perdón, una Oración del suicida, unas Historias contra el polvo, y eran también Los días del cinematógrafo y Aislada noche y bajo tea, textos que no hacían libro aún pero exigían un lugar en la memoria. Eran un Aqua sex y unos Poemas tempranos y una muy personal Forma de llamar desde Los Pinos. Era el sutil Cinema y el agudo in útero y luego, al fin, El Cabaret de La Existencia y El Mundo como Objeto, en todo su esplendor. Nuevas voces que llevaban consigo los auténticos goces, malestares, incertidumbres y preguntas de un planeta que hervía.
Tres años después de la publicación de Cuerpo sobre cuerpo… nos fuimos a una gira por todo el país. Iban algunos de ellos y otros, que recién habían llegado o cuyos mejores poemas no conocíamos antes. Y varios equilibristas mayores de mi promoción, para alcanzar certeza. Nos fuimos a esa empresa por el Bicentenario de José María Heredia, flanqueados por cinco trovadores. Para hacerle un Homenaje al primer poeta de América, según lo escribiera Martí, para reconocer esta isla indistinta llamada Cuba.
Fue un descubrimiento que cambió el destino de muchos, un toque de luz, un hecho irrepetible, imposible de contar. Y en el 2004 nació otro libro de poetas jóvenes para Letras Cubanas, más de trescientas páginas en diez mil ejemplares, para CubaLiteraria ―ya saben, dejo al alcance del lector atento la precisión de las referencias― y luego para Monte Ávila editores en Caracas, para los nuevos lectores de las redes de Internet en cualquier momento y lugar: La Estrella de Cuba. Inventario de una Expedición.
La diversidad temática y estilística que se aprecia en ese libro también revela muchas de las claves características de la poesía cubana contemporánea (dada a poéticas más o menos clonadas o dialogantes, pero también a estéticas o gestos contrapuestos y hasta excluyentes entre sí) sin que se resienta demasiado la dramaturgia de ese discurso combinado. Eso lo convierte en una suma representativa de qué y cómo escriben, en cada una de las regiones culturales del país los poetas cubanos nacidos después de 1960, integrantes de dos promociones distintas más no necesariamente enfrentadas en su (re)visión del sentido y la utilidad específica de la poesía.
Por los estremecimientos que provoca, por los sentidos que propone y por la contundencia de lenguaje que presenta, la poesía cubana que entra al siglo XXI ―la reunida en esos muestrarios y la que anima en otros volúmenes― puede ofrecer un testimonio decantado de la pertinencia de la escritura poética como creación. De sus esencias y sus alrededores, continuaremos dialogando en estas páginas.
Qué más pedir que no sea ambición.
Alberto Edel Morales Fuentes
[Cabaiguán, Cuba, 1961] Escritor, investigador y promotor cultural. Licenciado en Historia por la Universidad de La Habana, 1984, y Master en Desarrollo Cultural por la misma Universidad, 1992. La editorial Letras Cubanas ha publicado en La Habana sus poemarios Viendo los autos pasar hacia Occidente, 1994, y Escrituras visibles, 1999. Para la misma editorial seleccionó y prologó el catálogo de jóvenes poetas cubanos Cuerpo sobre cuerpo sobre cuerpo, 2000, junto a Aymara Aymerich, y la muestra La Estrella de Cuba. Inventario de una expedición, 2004, reeditada en Caracas por Monte Avila Editores en el 2006. Su poemario Lejos de la corriente fue publicado en Tenerife, en el 2002, por la editorial Globo y corregido y aumentado para Ediciones Unión, de La Habana, en el 2004. Ediciones Luminaria publicó en Sancti Spíritus, en 2005, su relato testimonial Los pies en la tierra. Ediciones Pleamar realizó en La Habana, en el 2007, la edición manufacturada de Otro color, otras figuras geométricas. Mantiene inédita la novela Que te vuelva a encontrar. Obtuvo, entre otros, los premios Nacional de Talleres Literarios, Pinos Nuevos, Revolución y Cultura y Razón de Ser. Ha impartido conferencias o realizado lecturas en instituciones culturales y académicas de Cuba, España, Venezuela, Argentina, Puerto Rico, México, Estados Unidos, Alemania y Honduras. Sus textos aparecen en numerosas antologías, publicaciones periódicas y sitios digitales de la isla y de otros países. Miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba y Miembro de Honor de la Asociación Hermanos Saíz. Le fue conferida la Distinción Por la Cultura Nacional y la Roseta de la Ciudad de Cienfuegos. Es director fundador de la revista de literatura y libros La Letra del Escriba y del Centro Cultural Dulce María Loynaz. Reside en La Habana.
www.elortiba.org/edelmo.html
www.poemaspoetas.com/edel-morales
alascuba.blogspot.com/2007/11/edel-morales-cabaigun-1961.html
www.palabravirtual.com/index.php?ir=crit.php&wid=1360&show=poemas&p=Edel+Morales
www.artepoetica.net/edel_morales4.htm
www.poesie-francaise-francophone.com/edel_morales.htm
I
En el año 2000 la editorial Letras Cubanas sorprendió a sus lectores con un artilugio raro: un catálogo de veintinueve poetas que rondaban los veinticinco años. La mayoría de ellos eran desconocidos para el público, pero unos meses después los mil quinientos ejemplares de Cuerpo sobre cuerpo sobre cuerpo, aquel catálogo irreverente, habían sido vendidos.
Ese mismo año ―o al siguiente, dejo al alcance del lector atento la precisión de la referencia, pero en cualquier caso con sorprendente celeridad para nuestros hábitos― la editorial electrónica CubaLiteraria puso en Internet la edición digital del aludido tomito, que aún hoy puede bajarse desde allí y desde otros sitios de la red de redes. Así se abrió el siglo XXI para las ediciones de poesía en la isla.
Como prologuista y cómplice de aquella muestra he dicho alguna vez ―más en broma que en serio, pero con entera convicción― que ese libro fue una especie de cirugía necesaria, aplicada a sangre fría y con intenciones urgentes de pro(con)mocionarlo, a un Corpus… que difería en exceso su irrupción pública en la vida literaria. El parto, como se vería luego, resultó dilatado, múltiple y fecundo.
Presionada por la sombra que proyectaban sobre ella sus hermanos mayores ―mi propia promoción, que durante los diez o quince años anteriores había volteado el canon poético dominante en Cuba― los muchachos del 2000 no encontraban un modo eficaz de acceder al espacio público con su propio discurso generacional ―más o menos identificable― dentro de la lógica de continuidad y ruptura que hasta hoy caracteriza la historia de la lírica cubana.
Pero la apremiante irrupción que supuso la presencia en las librerías y espacios literarios de Cuerpo sobre cuerpo… hizo visibles las conexiones latentes entre las voces personales aportadas al concierto nacional por los más jóvenes, algunas de las cuales ya empezaban a validarse por sí mismas.
Las más notables de estas poéticas se apartaban radicalmente de las retóricas de éxito ―soflamas de una palabrería disfuncional y reiterativa― ocupadas por círculos de epígonos para satisfacer las expectativas de críticos e instituciones que, en el centro mismo de la crisis, centraron su examen y fomento en las maneras y no en la mirada específica de los poetas más trascendentes de la promoción anterior, hasta (des)significar casi todos los sentidos de la expresión poética que antes habían llevado a un cambio profundo.
La realidad ―se dice, sobre todo la evanescente realidad que acompaña a la poesía― jamás es lineal y casi nunca su percepción es del todo objetiva. Por lo tanto estaré de acuerdo cuando algún colega me diga que no fue así. No todos, claro, no en todo. Quizá no fue probadamente así, pero mucho de eso hubo y permanece insistiendo alrededor. Aunque los autores más curtidos entre quienes habíamos comenzado a publicar en revistas literarias y editoriales de aquí y allá durante los ochenta y noventa del siglo pasado ―Sigfredo, Carlos, Damaris, Emilio, Teresa, Alberto, Nelson, Omar, y varios otros― sostuvieran con firmeza su estatura mayor, con el lápiz y el teclado en la mano o mediante el traspaso de un lector interesado a otro de sus textos publicados antes.
II
La superación de la norma poética conversacional como discurso dominante ―metamorfósis que resultó de un complejo proceso de acumulaciones, cuyos elementos definitorios hay que buscar en evoluciones de lo literario pero también en mutaciones de lo real― difundió en la isla una lectura parcial, fragmentaria, interesada, de muchas nociones poéticas modernas, vanguardistas y posmodernas europeas y norteamericanas y de sus teorías resultantes, que condujo en parte ―por asimilación incompleta, por ignorancia múltiple o por la arbitrariedad que sostenía las políticas poéticas excluyentes de quienes las propusieron como norma― a la proliferación de auténticos laberintos escriturales y a la subvaloración u olvido de una función intrínseca del texto literario: su función comunicativa.
Una amplia zona de la poesía publicada en Cuba durante esos años noventa ―años de profunda crisis en economía y valores, pero también de resistencia y libertad estética, que nada hay que olvidar― y casi toda la crítica dominante benefició con excesiva frecuencia a los textos portadores de esos nuevos códigos: fragmentarios, cerrados sobre sí mismos hasta el enclaustramiento, profundamente intelectualizados, pero también y en no poca medida, confusos en lugar de oscuros, incomprensibles en lugar de ambiguos, distantes del rigor, la pluralidad y el riesgo que le hubieran permitido constituirse en una expresión literaria modélica, en un experimento pertinente de otra escritura.
En un poema antológico de los años ochenta, “La luz, bróder, la luz”, Sigfredo Ariel nos proporciona su clave para acoplar el imaginario simbólico de un escritor, las alternativas del mundo cotidiano y la recepción crítica de los textos que se proponen: la miseria y la grandeza posibles de ese proceso que lleva a alcanzar el punto de invención poética. Los versos finales del poema develan ―con toda la claridad que es posible mostrar en nuestros días― la intención del poeta, el sentido y el destino de su (la) poesía: quedará la luz, bróder, la luz, y no otra cosa.
Es la misma clave de luminosa certidumbre ante el fluir de lo oscuro que Teresa Melo extrae y re-crea diez años después en “Fin de siglo”, un poema que ya sentimos perdurable: Por desear la luz, por retenerla, atravesamos cualquier oscuridad. Refulgencia del cuerpo de la estrella que no se retiene sin intención, que no se nos entrega fácil, y que debemos alcanzar ―siempre que se trate de poesía― más allá de escuelas y de dogmas y de todo el caos de la agónica época pos.
III
La nueva hornada había llegado con los años ceros, estremecida en lo más íntimo ―ahora sí― por el continuo estruendo de lo real: en la memoria adolescente pervivía la caída del Muro y el tocar fondo de la sobrevivencia cotidiana, en las pantallas de televisión el planeta se sacudía con el derrumbamiento de las Torres Gemelas, las guerras del petróleo en Asia central, los foros antiglobalización. Sobre las imágenes de Matrix, Bolos for Columbine y Good bye Lenin, más allá de las cadenas de emails, los episodios mangas y la proliferación de blogspot, emergían el cambio climático, el mapeo cerebral, la clonación, los secretos del genoma humano y la nanotecnología. Se movían entre explosiones, cortes de luz, marchas antiterroristas y emigraciones masivas, en un mundo que transmutaba los hechos ―duros y específicos― a imágenes diluidas, desmontadas, maceradas como hojas de coca para soportar el dolor y olvidar.
Con escasas posibilidades de encontrarse en medio del vendaval y apertrechados de tiempo ―buenos tiempos sin mucho que hacer― para releer la historia, la ciencia, la cultura, sus propias sagas familiares, las novedosas formas de convivencia social y el aluvión de informaciones que se les venía encima. Solos, cada uno de ellos, casi siempre sensitivos, escépticos, distantes de la vida literaria pero sumergidos del todo en la literatura: propia y ajena, antigua y contemporánea, la poesía, sin otro límite que sus propias miradas.
Así se echaron a escribir, dando continuidad al juego. Indiferentes a lo que pasaba con ellos, a lo que pasaba fuera de ese juego que eran sus vidas, plantadas como fichas en el tablero móvil de un tiempo, un espacio y una sensibilidad ―real o virtual― donde todos los seres humanos coexistían y se enfrentaban. Escribían esa enormidad desde su ser individual, poco viciados por el afán de trascender. La resultante era Un libro raro, un Patio interior con bosque, un Discurso de Safo, unas Páginas del agua. Eran Los días del perdón, una Oración del suicida, unas Historias contra el polvo, y eran también Los días del cinematógrafo y Aislada noche y bajo tea, textos que no hacían libro aún pero exigían un lugar en la memoria. Eran un Aqua sex y unos Poemas tempranos y una muy personal Forma de llamar desde Los Pinos. Era el sutil Cinema y el agudo in útero y luego, al fin, El Cabaret de La Existencia y El Mundo como Objeto, en todo su esplendor. Nuevas voces que llevaban consigo los auténticos goces, malestares, incertidumbres y preguntas de un planeta que hervía.
Tres años después de la publicación de Cuerpo sobre cuerpo… nos fuimos a una gira por todo el país. Iban algunos de ellos y otros, que recién habían llegado o cuyos mejores poemas no conocíamos antes. Y varios equilibristas mayores de mi promoción, para alcanzar certeza. Nos fuimos a esa empresa por el Bicentenario de José María Heredia, flanqueados por cinco trovadores. Para hacerle un Homenaje al primer poeta de América, según lo escribiera Martí, para reconocer esta isla indistinta llamada Cuba.
Fue un descubrimiento que cambió el destino de muchos, un toque de luz, un hecho irrepetible, imposible de contar. Y en el 2004 nació otro libro de poetas jóvenes para Letras Cubanas, más de trescientas páginas en diez mil ejemplares, para CubaLiteraria ―ya saben, dejo al alcance del lector atento la precisión de las referencias― y luego para Monte Ávila editores en Caracas, para los nuevos lectores de las redes de Internet en cualquier momento y lugar: La Estrella de Cuba. Inventario de una Expedición.
La diversidad temática y estilística que se aprecia en ese libro también revela muchas de las claves características de la poesía cubana contemporánea (dada a poéticas más o menos clonadas o dialogantes, pero también a estéticas o gestos contrapuestos y hasta excluyentes entre sí) sin que se resienta demasiado la dramaturgia de ese discurso combinado. Eso lo convierte en una suma representativa de qué y cómo escriben, en cada una de las regiones culturales del país los poetas cubanos nacidos después de 1960, integrantes de dos promociones distintas más no necesariamente enfrentadas en su (re)visión del sentido y la utilidad específica de la poesía.
Por los estremecimientos que provoca, por los sentidos que propone y por la contundencia de lenguaje que presenta, la poesía cubana que entra al siglo XXI ―la reunida en esos muestrarios y la que anima en otros volúmenes― puede ofrecer un testimonio decantado de la pertinencia de la escritura poética como creación. De sus esencias y sus alrededores, continuaremos dialogando en estas páginas.
Qué más pedir que no sea ambición.
Alberto Edel Morales Fuentes
[Cabaiguán, Cuba, 1961] Escritor, investigador y promotor cultural. Licenciado en Historia por la Universidad de La Habana, 1984, y Master en Desarrollo Cultural por la misma Universidad, 1992. La editorial Letras Cubanas ha publicado en La Habana sus poemarios Viendo los autos pasar hacia Occidente, 1994, y Escrituras visibles, 1999. Para la misma editorial seleccionó y prologó el catálogo de jóvenes poetas cubanos Cuerpo sobre cuerpo sobre cuerpo, 2000, junto a Aymara Aymerich, y la muestra La Estrella de Cuba. Inventario de una expedición, 2004, reeditada en Caracas por Monte Avila Editores en el 2006. Su poemario Lejos de la corriente fue publicado en Tenerife, en el 2002, por la editorial Globo y corregido y aumentado para Ediciones Unión, de La Habana, en el 2004. Ediciones Luminaria publicó en Sancti Spíritus, en 2005, su relato testimonial Los pies en la tierra. Ediciones Pleamar realizó en La Habana, en el 2007, la edición manufacturada de Otro color, otras figuras geométricas. Mantiene inédita la novela Que te vuelva a encontrar. Obtuvo, entre otros, los premios Nacional de Talleres Literarios, Pinos Nuevos, Revolución y Cultura y Razón de Ser. Ha impartido conferencias o realizado lecturas en instituciones culturales y académicas de Cuba, España, Venezuela, Argentina, Puerto Rico, México, Estados Unidos, Alemania y Honduras. Sus textos aparecen en numerosas antologías, publicaciones periódicas y sitios digitales de la isla y de otros países. Miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba y Miembro de Honor de la Asociación Hermanos Saíz. Le fue conferida la Distinción Por la Cultura Nacional y la Roseta de la Ciudad de Cienfuegos. Es director fundador de la revista de literatura y libros La Letra del Escriba y del Centro Cultural Dulce María Loynaz. Reside en La Habana.
www.elortiba.org/edelmo.html
www.poemaspoetas.com/edel-morales
alascuba.blogspot.com/2007/11/edel-morales-cabaigun-1961.html
www.palabravirtual.com/index.php?ir=crit.php&wid=1360&show=poemas&p=Edel+Morales
www.artepoetica.net/edel_morales4.htm
www.poesie-francaise-francophone.com/edel_morales.htm
Alberto Edel Morales Fuentes
Alberto Edel Morales Fuentes
[Cabaiguán, Cuba, 1961] Escritor, investigador y promotor cultural. Licenciado en Historia por la Universidad de La Habana, 1984, y Master en Desarrollo Cultural por la misma Universidad, 1992. La editorial Letras Cubanas ha publicado en La Habana sus poemarios Viendo los autos pasar hacia Occidente, 1994, y Escrituras visibles, 1999. Para la misma editorial seleccionó y prologó el catálogo de jóvenes poetas cubanos Cuerpo sobre cuerpo sobre cuerpo, 2000, junto a Aymara Aymerich, y la muestra La Estrella de Cuba. Inventario de una expedición, 2004, reeditada en Caracas por Monte Avila Editores en el 2006. Su poemario Lejos de la corriente fue publicado en Tenerife, en el 2002, por la editorial Globo y corregido y aumentado para Ediciones Unión, de La Habana, en el 2004. Ediciones Luminaria publicó en Sancti Spíritus, en 2005, su relato testimonial Los pies en la tierra. Ediciones Pleamar realizó en La Habana, en el 2007, la edición manufacturada de Otro color, otras figuras geométricas. Mantiene inédita la novela Que te vuelva a encontrar. Obtuvo, entre otros, los premios Nacional de Talleres Literarios, Pinos Nuevos, Revolución y Cultura y Razón de Ser. Ha impartido conferencias o realizado lecturas en instituciones culturales y académicas de Cuba, España, Venezuela, Argentina, Puerto Rico, México, Estados Unidos, Alemania y Honduras. Sus textos aparecen en numerosas antologías, publicaciones periódicas y sitios digitales de la isla y de otros países. Miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba y Miembro de Honor de la Asociación Hermanos Saíz. Le fue conferida la Distinción Por la Cultura Nacional y la Roseta de la Ciudad de Cienfuegos. Es director fundador de la revista de literatura y libros La Letra del Escriba y del Centro Cultural Dulce María Loynaz. Reside en La Habana, Cuba.
[Cabaiguán, Cuba, 1961] Escritor, investigador y promotor cultural. Licenciado en Historia por la Universidad de La Habana, 1984, y Master en Desarrollo Cultural por la misma Universidad, 1992. La editorial Letras Cubanas ha publicado en La Habana sus poemarios Viendo los autos pasar hacia Occidente, 1994, y Escrituras visibles, 1999. Para la misma editorial seleccionó y prologó el catálogo de jóvenes poetas cubanos Cuerpo sobre cuerpo sobre cuerpo, 2000, junto a Aymara Aymerich, y la muestra La Estrella de Cuba. Inventario de una expedición, 2004, reeditada en Caracas por Monte Avila Editores en el 2006. Su poemario Lejos de la corriente fue publicado en Tenerife, en el 2002, por la editorial Globo y corregido y aumentado para Ediciones Unión, de La Habana, en el 2004. Ediciones Luminaria publicó en Sancti Spíritus, en 2005, su relato testimonial Los pies en la tierra. Ediciones Pleamar realizó en La Habana, en el 2007, la edición manufacturada de Otro color, otras figuras geométricas. Mantiene inédita la novela Que te vuelva a encontrar. Obtuvo, entre otros, los premios Nacional de Talleres Literarios, Pinos Nuevos, Revolución y Cultura y Razón de Ser. Ha impartido conferencias o realizado lecturas en instituciones culturales y académicas de Cuba, España, Venezuela, Argentina, Puerto Rico, México, Estados Unidos, Alemania y Honduras. Sus textos aparecen en numerosas antologías, publicaciones periódicas y sitios digitales de la isla y de otros países. Miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba y Miembro de Honor de la Asociación Hermanos Saíz. Le fue conferida la Distinción Por la Cultura Nacional y la Roseta de la Ciudad de Cienfuegos. Es director fundador de la revista de literatura y libros La Letra del Escriba y del Centro Cultural Dulce María Loynaz. Reside en La Habana, Cuba.
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