Por Aymara Aymerich
Debo dirigirme a un auditorio, hecho que siempre me incomoda. Debo disertar sobre cierta promoción de jóvenes poetas insulares de la cual, sin dudas, formo parte: Presentarla como un animalito vivo y rozagante; establecer en su interior, y de cara a los escuchas, alguna feliz categoría que la vuelva, justamente, presentable; formular una suerte de posología conveniente para sus consumidores potenciales. O sea, debo proceder de forma tal que un conjunto de muchachos nacidos en Cuba, a partir de los setenta, parezca una promoción, literaria, como es obvio. Esto me resulta complejo e inquietante porque es, cuando menos, peligroso para mí. Ocupar de manera simultánea el estrado y el banquillo es, incuestionablemente, una variante del peligro; me ubica en una posición muy delicada y confiere un carácter sospechoso a la totalidad de mi discurso.
Sólo puedo, entonces, entregarme a la buena voluntad del auditorio, apelar a su paciencia, y especular descartando la soberbia, si ello es posible, desde la humildad. De igual modo, me exijo aventurar ideas de las cuales no quiera arrepentirme en el futuro. Mi estatus, por lo tanto, continúa siendo impeorable. Todo me sitúa en desventaja, y tal postura siempre me apabulla. Pero, afortunadamente, el sentido del deber jamás gozó de nitidez entre poetas, más bien, ha sido impopular. Así, puedo proyectar mi propia ordenación del universo de las formas menos ortodoxas; hasta permitirme algún capricho, y sólo hablar de mis amigos, los que escriben, y quizás algo de mí. La generalidad de los poetas somos bastante caprichosos.
Un punto de partida irrefutable es que en los ochenta éramos pequeños. Nuestra infancia, como muchas, fue la más hermosa y divertida, transcurrió en un país recién institucionalizado, donde todo era factible, incluido el hombre nuevo. Tuvimos juegos cándidos y juguetes racionados, pero la magia cotidiana era innegable. Fuimos, más que infantes retozones, pioneros responsables, pues en Cuba no se es niño y ya, se es también pionero hasta la temprana adolescencia. Aspirábamos a ser solidarios y vanguardias, autocríticos y críticos, abanderados del 2000, caballeritos proletarios… Asistíamos limpios y puntuales al matutino de la escuela. En las aulas aprendimos Matemática, Español, Ciencias Naturales, Historia o Geografía, por ejemplo; más asignaturas con nombres y conceptos asombrosos como Vida Política de mi Patria, Trabajo Socialmente Útil o Idioma Ruso, que contribuían a forjarnos. Vimos, además, a los padres partir hacia la guerra en África, hacia Miami en yates, o quedarse en la isla ufanamente construyendo el socialismo. Mas nosotros, a la vuelta de unos años, seríamos casi el Che Guevara. Esas, entre otras tantas cosas, las recuerdo y nos definen, generacionalmente hablando, como mismo aquellas pañoletas que lucíamos con nuestros uniformes pioneriles y los dibujos animados rusos, cada día, a las seis en punto de la tarde.
Crecimos en un país atípico, l.q.q.d., lleno de circunstancias especiales, donde a cada instante se vivía un momento histórico, crucial para el mañana. De una parte, un gran imperio paternal nos amaba y protegía; de la otra, un gran imperio hostil nos bloqueaba y agredía. Los soviets y los yanquis. Un esquema contra otro, viceversa. Y nuestra patria, enérgica, contemplándonos orgullosa, en el epicentro de aquella colosal tensión, distribuyendo salud y enseñanza gratuitas, rectificando errores y tendencias negativas, haciéndonos felices… Creo que esas gruesas pinceladas ilustran, representan el escenario donde tuvo lugar nuestra niñez; aunque justo es admitir que, por razones evidentes, omito una multiplicidad incalculable de trazos y matices.
Algo, no obstante, colapsó por el camino. Digo yo que el muro de Berlín, la URSS y la integridad del campo socialista cuando despedíamos los ochenta. Y mi isla, la mayor de las Antillas, quedó sola. Inamovible, y sincrónicamente, a la deriva. Llegaron los noventa y con ellos sobrevino la mordaz adolescencia. Nosotros y toda la nación unidos en el arduo proceso de los cambios, adoleciendo. La de los noventa, ciertamente, fue una historia diferente. No voy a resumirla; no puedo por mucho que quisiera. O, mejor, desde la franqueza más lozana: no me gustaría, por mucho que quisiera. Sólo acoto que, para mí, fue una década larga y extenuante, donde cada año semejó casi una década en sí mismo.
Imagino que en algún momento puntual de ese período, nos llegó también la poesía o el deseo vehemente de escribirla. Y eso hicimos, cada cual desde su flanco. Ahora me pregunto si la crisis —con su natural dosis de escepticismo y desconcierto—, detonó una espiritualidad endémica en nosotros, atendiendo a que los primeros textos publicados de mi promoción la excluyen por completo; son casi foráneos, en cuanto ignoran la praxis angustiante que padecía el país.
La angustia, sin embargo, sí podía constatarse en aquellos poemas como evento individual. Cada uno de nosotros fue capaz de deslindar la suya, de otorgarle rostro, articularla, y propagarla luego en los papeles. Algunos, como yo, la llevaron hasta el paroxismo. Así, los versos primigenios están colmados de obsesiones no muy alentadoras. En ellos hay miedo y muerte, hay luz asomada por momentos, por rendijas, hay oscuridad que precisa transgredirse cuanto antes, por lo tanto, hay estertores, golpes, lloros, avalanchas, fugas, ofensas, mutaciones… y sangre fluyendo hacia disímiles destinos. Plasma temperamental o contemplativo, marginal o conspicuo, sano o pútrido, pero libre en su hermetismo, bajo cualquier cualidad.
Mucho más que dejarme sorprender por la invasión de un elemento tan fuerte, como lo es la sangre, tiñendo de púrpura la habitual imagen nívea de la libertad, prefiero impresionarme por la solemnidad con que parece haber sido escrita nuestra obra inicial. Creo que pocas veces hemos asumido el ejercicio de la poesía como un divertimento.
Independiente a la hechura de los textos y al pulso de sus autores en aquella época, se advierte en los poetas cierta formalidad o compromiso ante la aproximación del acto poético. Y digo formalidad, compromiso, sin que ello implique el acatamiento de normas protocolares estériles. Más bien —y si se me permiten abstracciones—, con tal comportamiento pretendíamos simpatizarle a la escritura, mostrarnos galantes para ella; seducirla, ya que su conquista figura ser mucho más difícil. Eso procurábamos, pienso yo: que la creación nos distinguiera y que optase por nosotros, que confiara atrevidamente y accediera presta a nuestras cuantiosas demandas. Sólo eso: una relación brillante y sempiterna con las letras, una hermosa compañía pertinaz que en algo compensara nuestra angustia.
Es curiosa esta especie de respeto ante el “oficio” pues discorda con otros modales, sutilmente heterodoxos, que solemos manejar mis congéneres y yo con mayor o menor fortuna. Me reservo los detalles al respecto. Si existiera entre nosotros alguna cepa de “malditos”, será importante que alguien más calificado la descubra en el futuro. Por ende, sólo expongo aquí un rasgo distintivo —maldito, según el dictamen de inspirados críticos—, o quizás un recurso necesario, o ambos, que ya es cómodamente perceptible entre nosotros: no somos una promoción fundacional.
Nada, excepto algún que otro licor, nos nuclea como grupo. No ambicionamos roles protagónicos, escenarios exclusivos, lunetas estratégicas. Jamás nos deslumbró matricular en los gimnasios literarios precedentes. No nos influyen estilos o tendencias homogéneamente. Nunca hemos insinuado una plataforma ideoestética, de manera colectiva, que nos valga de soporte. Ni tendremos, supongo, nuestro manifiesto literario, nuestra revista cultural, nuestro evento polémico, nuestro epistolario lírico, nuestro escándalo… Tampoco nos afecta o interesa demasiado, pues únicamente rastreamos la voz propia y por asirla seríamos capaces de ignorar cualquier conglomerado.
Decididamente somos holgazanes para la convivencia literaria. La conducta social, el “lobby”, que tipifica al escritor —como se comprende hasta hoy— creo que provoca en nosotros cierta suspicacia, y a ratos, apatía. Será educado o no, pero casi puedo asegurar que es la realidad. Tal parece, a estas alturas, que de ningún modo estaremos ordenados para ser una promoción muy aportadora, que el debate sociocultural del país o su comunidad intelectual no debe esperar mucho de nosotros, ni siquiera esperar mucho por nosotros.
Deben existir cientos de causas que expliquen tal fenómeno, extraliterarias sobre todo, cercanas a la sociología. Somos poetas todavía jóvenes muy semejantes a esta época cubana, con un alto sentido de pertenencia generacional. Hemos gozado a la vez, y desprejuiciadamente, con Herman Hesse y los Van Van, con El Anticristo y La Edad de Oro, con Sovietsportfilm y Disney, con Brodsky y Les Luthiers, con la semiótica y el dominó, incluso, sabemos tolerar el reggaeton. La poesía, como mencioné, está caramente vinculada con la angustia, por eso al encontrarnos preferimos disfrutar, invitarnos a un café o a unas libaciones, lucir nuestro excelente humor; pero no apostar jamás por la noción de que la vida es literatura.
Declinamos lo social discretamente, es decir, los compromisos puntuales, las referencias constantes, la etiqueta… Somos inconstantes para las actividades culturales: aparecemos con cierta intermitencia en ellas y no permanecemos demasiado rato en un lugar o estado. No dudo, entonces, que podamos parecer justamente lo contrario a lo que han esperado de nosotros los mayores; o lo que implica más, a veces actuamos como si quisiéramos demostrarlo fehacientemente. Quizás sólo padecemos esa cuasi malcriadez típica de los bardos finiseculares, acrecentada en nuestro caso por la eventualidad de ser “finimilenares”.
Algún sector atento de la crítica nos ha catalogado de autistas y de epígonos, en cambio, no hemos reaccionado, al menos de manera pública. Yo, advierto lo siguiente: no existe preocupación en nosotros por criterios que, aunque resultasen atinados, definitivamente son mutables y precoces. En tal sentido, pienso que nos complace más la ley darwiniana de la selección natural. Ya el tiempo hará, con la eficacia acostumbrada, su trabajo. Mientras, no solicitamos ser catalogados como algo.
Todo lo que he dicho puede describir, apretadamente, a nuestra promoción. Yo he tratado de atenuar lo más posible el margen de error que conlleva un experimento de esta naturaleza. Nuestra intención no es descubrir zonas ultra novedosas en el quehacer poético, sino hacernos rodear del verso y los amigos con familiaridad. Y auténticos, francos, rigurosos, sí somos, y bastante, con nuestra creación. Este simulacro de desgobierno que se aprecia, esta urgencia por lo individual e independiente, sólo pudiera comprenderse como acciones primerizas emprendidas por nosotros para armar cierto sendero con una orientación ínfima hacia un paraje agradecido, benevolente, y humano, demasiado humano.
AYMARA AYMERICH
En el Zócalo, México D.F., octubre 8 y 2006.
Publicado originalmente en la revista Archipiélago, México D.F., 2007.
viernes, 18 de abril de 2008
AYMARA AYMERICH: DIGO LO QUE DIGO.
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2 comentarios:
Interesante. Un discurso de autoverificación y más reafirmativo de lo que la autora está dispuesta a reconocer, pero válido.
Ahora bien, la prosa es poco amable en el sentido de que parece como amarrada; es como la mano de los ingenieros que se desvían a la pintura: está como tiesa, como tratando de ser exacta y no cometer errores. Este es más un discurso que trata de ser inteligente, o hábil, que poético. Pero es una buena lectura para una mañana de domingo.
Gracias.
Emilio Ichikawa.
Washington DC.
Muy interesante conocer como se ven los poetas de nuestra generacion a si mismos. Creo que la precision que E.I. le critica, es mas bien la buena virtud de intentar con el sentimienmto de la poesia, y la exactitud de la ciencia, describir a su grupo lucidamente, tratando de no olvidar nada fundamental, ni exponer excesos.(Como bien dice la autora al principio) La busqueda de la perfeccion, y el desecho de lo que no aporta, son un camino para que la poesia alcance los mas altos terrenos, y trascienda su contenido como alimento a los futuros humanos.
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