miércoles, 14 de mayo de 2008

UN ÚNICO VIAJE SIN REGRESO

EMILIO GARCÍA MONTIEL

La vasta lejanía es, ante todo, la frescura de la palabra; el mismo desenfado frente a los instrumentos de la poesía que —desde finales de los años ochenta— diera a conocer la obra de Agustín Labrada Aguilera dentro del panorama literario cubano. Pero es también, y especialmente para quienes compartimos esa obra en sus inicios, la muy grata madurez de su expresión, más segura y más intensa no sólo en el ejercicio del poema mismo, sino en la concepción de un conjunto donde todos los textos se hilvanan entre sí con esa coherencia natural que sólo parece obedecer a la meditación y el paso de las horas. Meditación y horas que implican mucho más que la laboriosidad o la perseverancia, o el habitual compás de espera donde se sedimenta el trabajo de la escritura: la experiencia de vivir, justamente, en lejanía. Reflexionar sobre esa distancia se ha convertido, para muchos, en un acto inevitable y cotidiano; entenderla, no desde la obsesión o la nostalgia, sino razonarla y concebirla no cómo la única distancia a la que se está enfrentando un hombre, es, sin duda, el esfuerzo mayor que sustenta este libro.
El modo en que Agustín Labrada recorre estas distancias tiene su recurso de partida en uno de los temas devenido sustancial en nuestra poesía, y que se capitalizara para la literatura cubana con la llamada do Generación Poética de los Ochenta: e1 viaje. Es evidente que dentro del contexto de la isla, el viaje y sus imaginarios manifiestan un trasfondo claramente imbricado en las singulares condiciones del país. Dos sucesos principales revelan, para el período, estas condiciones en términos de lo que pudiera considerarse como viajes reales. Por un lado, lo que el escritor y crítico de arte Osvaldo Sánchez denominara el exilio de terciopelo: el creciente abandono del país, a partir de finales de los ochenta, de numerosos intelectuales y artistas de las generaciones más jóvenes. Por otro, la conocida tragedia de los balseros, una historia cuyo dramatismo, al menos para los cubanos, no constituía, en su esencia, ninguna novedad.
Tal como se trató en la más joven poesía del período (y tal como comenzaron a asumirlo en ese momento sus autores) los imaginarios del viaje apenas parecen aludir a estas dos experiencias; incluso, podría decirse que apenas contemplaban experiencia real alguna, sobre todo si se considera la escasa proyección en la literatura de los innumerables becarios cubanos en los países socialistas, sin duda, el tercer viaje real más evidente. Y a ello sería factible añadir la escasa coincidencia con un imaginario popular más limitado en sus distancias a Estados Unidos o, en todo caso, a España. Sin embargo, el imaginario del viaje en la poesía de estos años conforma, sin duda, la otra cara de la moneda. En actitud, es el profundo deseo de aprendizaje de los más amplios espectros del mundo intelectual más allá de las fronteras; deseo que a la postre podría considerarse como una muy particular asunción de José Lezama Lima —recuperado por la misma generación de los ochenta en los planos investigativo y estilístico— en tanto figura de resistencia: el conocimiento de Lezama, o al menos la ficción sostenida por ese conocimiento, sin haber salido de la isla. En obra, es el resultado emanado de ese deseo de búsqueda: la decisiva influencia de los lugares que enmarcan buena parte de la poesía y la narrativa de Eliseo Diego, la disquisición sobre el propio acto de viajar o salir de la isla, o la recreación de espacios y conceptos que revelan una intimidad con lo que tal vez nunca podrá ser alcanzado. Quizá algo de ello forme parte de esa mayor influencia de Julián del Casal que el crítico Jorge Luis Arcos ve en la literatura cubana: desplegado aquí a través de los espacios de seducción, los espacios, por ejemplo, del oriente. No es el viaje como huida. Si otros espacios significan libertad (incluso a través de un sutil romanticismo que no invalida la consistencia contemporánea de los textos), esa libertad es, principalmente, la libertad de elegir. Unos breves versos de Agustín Labrada Aguilera, en el presente poemario, también parecen rememorar esa circunstancia: “Mi propia nobleza fue la espada enemiga/ y navegué muy solo/ sin poder elegir el arpa o el infierno”.
Una década después, ya es posible ubicar con plenitud la narración de un viaje mucho más apegado a las experiencias. La vasta lejanía es la decantación de ello —de la experiencia y de las actitudes antes mencionadas— pero también su exploración en direcciones mucho más ambiciosas. La alusión a Cuba es, por supuesto, inevitable, y sin procurar saber si cierto verso o cierto poema se ocupe exactamente de ello, hay muy claros pasajes cuya primera referencia no parece sino estar en esa sensación de enclaustramiento antes del viaje: “Vivía en el centro de un lago/ y me ahogaba antes de que amaneciera,/ por eso habla siempre en espejismos/ y ya no pertenezco a ningún puerto (...) Vengo desde un pozo / adivinando el mundo entre la incertidumbre”. Luego está el recuerdo de territorios entrañables —uno de cuyos mejores ejemplos se halla en el poema sobre la figura del general Calixto García—, pero también fragmentos que evidencian la memoria no sólo como disolución por tiempo, sino también por espacio: los recuerdos de infancia o adolescencia y la casa que aún sigue en pie asumen la misma intangibilidad. El desarraigo es la lectura inmediata de esa lejanía, pero en la totalidad del poema estos mismos fragmentos trascienden la acotación insular.
Lejanía no es sólo la descripción de una circunstancia. La virtud de Agustín Labrada al abordar un tema superficialmente reiterado o que pareciera definirse por la impotencia y la nostalgia, no es ya evocar esa memoria local con fluidez y personalidad, sino desplazarla del centro, desplazarla de la angustia e incluirla en un sentido del viaje cuyos límites no descansan en la frontera de un país, sino en la voluntad del hombre. Ir o volver o no regresar nunca puede estar en lo más inmediato, y no en el peregrinaje que procura una recompensa: “y aunque no arribes a la entrada del templo/ vive la plenitud/ que al levanta te ofrecen estos amaneceres (...) Todo fluye hacia un fin y crea la nueva ausencia./ No podemos asir nuestra fortuna/! traducir santo y seña en múltiples reinados/ si hasta vencer nos deja un gesto ocre.// ¿Adónde voy tras el rastro de los ángeles? (...)“ Así, lejanía es igualmente la expresión irónica que devela el espejismo de ilusiones pedestres, y que no cesan de considerarse como metas propicias, metas que han de disolverse en una vastedad, que a diferencia de lo lejano, ya no contempla frontera alguna: “Otros murieron en hazañas inútiles! sobre la curva de sus palabras,! y sueñan con una grandeza! semejante al desierto”. Igualmente, la vastedad es concebida como oposición a esos límites con los que el hombre construye su propia vanidad: “pero no reconozcas al marcharte/ cuánto pudiste hacer y quedaste en lo oscuro,/ pero no reconozcas haber perdido/ si el paisaje no está vedado ante tus ojos”
Vastedad y lejanía hablan, en verdad, de otros espacios contra los cuales la idea de lo propio parece disolverse; espacios incólumes, lejanos y vastos tanto en el temor como en el conocimiento, y ante los cuales vale más la humildad que la arrogancia. Tal vez por ello, hay en todo el poemario una muy lograda conjunción en el uso del paisaje y la naturaleza como revela dores de la intimidad o del espíritu, en su alegría y en su decepción. Vastedad y lejanía se manifiestan en lo natural, frente a cuya dimensión todo lo construido con soberbia se revela en minas, aún en su más sólido esplendor; no suponen la distancia, insalvable o agónica, de un pasado o de un territorio de los cuales apenas fuimos dueños, sino ese infinito, que siempre ante nosotros, hace de todos los viajes un único viaje sin regreso.

Prologo a La vasta lejanía, Agustín Labrada, Unión, 2005.

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